jueves, diciembre 07, 2006

II. DESPERTANDO

Estaba despertando...

Tenía la sensación de un gran peso en la conciencia: no lo sabía con certeza, pero me parecía que debía haberme portado muy mal. Me atormentaba un dolor de cabeza enorme, brutal; pero la sensación de culpa me aconsejaba no quejarme. (Quizás por la idea intuitiva que las culpas se pagan, yo debía ser capaz de resistir el pago de las mías en silencio).

También me sentía adormilado, como ocurre algunas veces cuando uno despierta a medias, luego duerme otra vez, sueña algo y vuelve a despertar, sin embargo no del todo, sucediéndose alternativamente períodos de estar dormido, en que se entremezclan ensoñaciones, imágenes o sueños, y quizás pensamientos confusos, con momentos de estar semidespierto, (... y esa sensación de culpa junto al terrible malestar). ¡Qué dolor de cabeza! (y náuseas).

No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que comencé a despertar. La continua alternación de momentos de soñar, ver o imaginar, me mantenía confuso y atontado.

No podía distinguir qué era cierto o real y qué era sueño o imaginación, por lo que asignaba el mismo valor a todo ello. Para mí eran simplemente hechos.

¡Qué farra me debo haber pegado anoche! Creía recordar bacanales en escenarios muy diversos: exóticos unos, fantasmales y tétricos otros.

Pero ahora estaba en la playa. Iba manejando mi enorme Station Wagon Chevrolet. A mi lado, en el asiento delantero, estaba un amigo muy querido, que creo se llamaba Jaime. Atrás, en la segunda corrida de asientos, viajaba mi pequeña hija, en brazos de... ¿otro amigo?

No.

Ella estaba parada entre mis piernas y era yo el que viajaba en el asiento trasero. Jaime manejaba. Pero el asiento trasero era una butaca grande, y no la corrida de asientos de mi Station...

Entonces el vehículo era la furgón Ford (la panadera), que mi papá nos prestaba en algunas ocasiones a mí y a mis hermanos.

Mientras yo manejaba la Station, en ese camino bordeado por enormes árboles de gruesos troncos, pensando en que algo no encajaba en mi realidad de ese momento, de pronto me percaté que el lugar al que debíamos llegar ya estaba allí.


Muy cerca, casi encima de nosotros, al costado izquierdo del camino, se veía el gran portón por el que debíamos entrar.

Frené bruscamente y comencé el viraje hacia la izquierda, intentando entrar en el portón. Pero la ruta tenía doble vía, con un bandejón central... ¿de arena?

Al virar después de la frenada, o quizás simultáneamente, y subir al bandejón central, algo golpeó fuertemente debajo del vehículo, que con un bandazo se detuvo.

Comencé a levantarme de la butaca trasera, tomando a la pequeña con mi brazo derecho, para asir con la mano izquierda la maleta que estaba al lado de la butaca, en el piso de la panadera.

Repentinamente, otro brusco sacudón del vehículo me impulsó hacia atrás. Quise evitar una caída especialmente para proteger a la niña, afirmando una rodilla en el asiento y abrazándola fuertemente con el brazo derecho. Simultáneamente, apreté la mano izquierda para no soltar la maleta, que con su peso y gran inercia, me dobló y torció el dedo pulgar de mi mano izquierda...

Ahora, además del terrible dolor de cabeza, me dolía el dedo.

Otro día, despertando también, vi a unas mujeres en la habitación, no sé si una o dos, con delantales y carritos o bandejas. Entró un señor, se acercó a mi cama y mientras se sentaba en ella me dijo con voz autoritaria: ¿cómo está don Fernando?

Por supuesto que tenía que contestar: "¡bien!", y así lo hice.

Pero ¿quién será este patudo que se sienta en mi cama?

Parece como un profesor que me quiere interrogar, (su voz autoritaria así me lo hacía creer).

Pensé asustado que yo no sabía nada de las materias de las que seguramente me preguntaría, que estaba atontado y ni siquiera me había preparado para una interrogación. ¿Podría contestar bien si inventaba las respuestas? Para ello debería decir cosas razonables, y sabiendo que mi mentalidad suele ser de ese tipo, decidí intentarlo en esa forma.

- ¿Dónde estamos, don Fernando?

- En el Hotel, claro.

- (Movimiento de cabeza), ¿y dónde está el Hotel?

- En la Serena. (Tenía grandes dudas entre Viña y la Serena, pero dije lo último con tono seguro).

- (Nuevo movimiento de cabeza), ¿y quiénes son estas damas? (Señalando a las mujeres con delantal)

- Las camareras, por supuesto.

Entonces se paró y se fue. Yo volví a mis pensamientos somnolientos.

De pronto un corto chasquido: ¡CHISSS! sonó en mi oído izquierdo. ¿O el derecho?

Me puse a buscar entre las sábanas, debajo de la almohada, sobre la colcha y entre las frazadas, intentando descubrir qué era. Pero no encontré nada.

Nuevamente: ¡CHISSS!

Quizás qué diablo será, pero el sonido parece como un chispazo, como si saltara una chispa de corriente eléctrica. Debe producirse muy cerca de mi oído, casi al lado de la oreja, ya que lo escucho con toda nitidez.

Como no logro descubrir qué es y me duele la cabeza, me olvido de ello, pensando, durmiendo o imaginando.

¡Aprendí cómo se alivia el dolor de cabeza!

Si aprieto fuertemente con los dedos el hueso que se siente inmediatamente detrás de las orejas, parece que el dolor disminuye. Y si siento mucho dolor detrás de los ojos, debo apretar el hueco que se forma en el hueso frontal, en las cejas, casi al centro de cada una de ellas. Pero debo hacerlo en las dos al mismo tiempo.

Hay mucho erotismo en el ambiente. En la oscuridad viene una de las mujeres y me restriega unos paños húmedos por todo el cuerpo. (Yo estoy desnudo bajo las sábanas).

¡Qué desvergüenza! Ellas aprovechan que todo el mundo duerme y nadie está mirando. (Me haré el dormido y veré qué hace, estaré relajado, entregado). Me duele la cabeza.

Aclaró. Ya es de día. Veo que está en mi cama el mismo profesor que vino la otra vez.

- ¿Cómo está, don Fernando?

- Bien.

- ¿Dónde estamos?

- En el Hotel.

- ¿Dónde está el Hotel?

- En La Serena.

- ¿Quiénes son esas Damas?

- Las camareras.

Se va el profesor.

¡CHISSS! ... Busco y no encuentro el origen del chispazo.
¡CHISSS! ... Vuelvo a buscar, sin resultado.

Me pongo recostado de espaldas con las manos entrelazadas en la nuca.

¡CHISSS! Los dedos que tengo en la nuca tocan algo duro en mi cabeza. Está atrás, cerca de la coronilla.

Pero ¿qué es lo que me toqué?

Busco de nuevo y lo vuelvo a tocar. Parece un grano de arroz. Tal vez alguien dejó caer arroz en mi cama y uno de los granos se enredó en mi pelo.

Intento sacarlo, pero está pegado en el pelo.

¡CHISSS!: el sonido otra vez.

Me debo sacar el grano del pelo, quiero hacerlo. Para lograrlo tiro con fuerza. Me duele.

Pienso entonces que está demasiado pegado. ¿Cómo se pegó tanto?

Casi ni lo puedo creer, ¿tan firme se agarra, que ni haciendo bastante fuerza se desprende? Claro que duele, pues me tiro mucho el pelo.

Nuevamente es de noche. La mujer sentada en mi cama, limpiándome o acariciándome con el paño húmedo. (Hace calor y se siente muy agradable). Me recorre el cuerpo y creo que me violará.

No sé qué hizo, o qué imaginé que hizo, pero tuve un orgasmo.


Ahora estoy soñando, ¿o es realidad?: estoy en una fiesta, con mi amigo de correrías adolescentes. No me extraña, pues hemos estado juntos en muchas fiestas de este tipo, casi todos los días sábado, desde que estoy en la Universidad. Sin embargo esta fiesta es algo diferente, hay distintas habitaciones y todas forman parte de la fiesta. Son oscuras y extrañas, no conozco a nadie. Pero hay jóvenes, varones y damas, ocupados cada cual en una actividad distinta. Algunos conversan seriamente. Una mujer está sentada en el suelo comiendo algo. Otra lee junto a una lámpara. Veo una puerta que seguramente conduce ¿al baño? No, porque acaba de entrar por ella un grupo de unas cuatro personas, hombres y mujeres.

Sé que afuera de la casa hay peligro. No tengo claro si es por terremoto, maremoto o diluvio, pero no hay que salir de la casa. Tengo que avisarle a mi amigo.

¿Dónde se metió?

No lo veo, pero lo buscaré.

Camino recorriendo la casa. Tengo que pasar por encima de camas, cojines y sillones que están dispersos por todas partes, pero no ubico a nadie conocido ni tampoco a mi amigo: ¡tengo que avisarle!

Es difícil caminar con tanto desorden y tanta gente. Abro puertas y al azar recorro distintas habitaciones. Me duele la cabeza, tengo náuseas y quiero vomitar. No encuentro a mi amigo... además tengo mucho miedo. No sé cuál es el baño: lo necesito.

Una puerta que abro comunica al exterior de la casa. Sé que hay peligro, pero no obstante salgo afuera. Hay un fuerte viento y algo de lluvia, vomito.

Siento nuevamente el grano en el pelo.

Decido definitivamente que me lo sacaré. Lo tomo con fuerza entre el pulgar y el índice y tiro con energía. Me duele bastante pero ya tomé una decisión y continúo, tengo que sacarlo. Duele más todavía pero sigo... ¡Fuerza!: ¡ya!... ¡lo logré!

Entonces lo examino visualmente (al grano recién sacado). No es un grano de arroz, aunque se parece en tamaño y forma. Está hecho de algo así como cartílago, o entre hueso y cuero, pues es semi traslúcido y tiene mis pelos pegados. ¡Con razón me dolía!

Trato de entender qué cosa es. ¿Qué hay que se pegue tanto al pelo? Intento recordar algo que me ayude a descifrar el enigma.

¡CHISSS! escucho, sin saber con qué oído.

De pronto deduzco que se trata de un piojo. Grande, diferente a como en verdad son, mas todo concuerda... es un piojo al fin. Aunque distinto a los demás, es un piojo.

¡CHISSS!... ¿Qué tiene que ver ese ruido? Es como una chispa eléctrica cerca de mis oídos. ¿Tendré más piojos? Tanteo con cuidado mi cabeza y, claro, hay otros.

¡Ya sé: los piojos tiran chispas eléctricas!

¿Por qué han de lanzar chispas los piojos?, me pregunto.

Si algo lanza chispazos eléctricos es porque está cargado de electricidad, me respondo.

Entonces, estos piojos están cargados eléctricamente. Pero... si viven en mi cabeza, quiere decir que yo también estoy cargado (?)
Por supuesto; al haber contacto físico, especialmente tan estrecho, tiene que compartirse la carga.

Recordando alguna enseñanza del Liceo, parece que existe algo así como una forma de complementación vital, creo que se llama simbiosis, en que dos seres vivos se acoplan de distintas formas, pero de suerte tal que el intercambio favorece a ambos.

Me pregunto entonces en qué forma le soy útil yo al piojo. Me queda claro que él se alimenta de mí, entonces, lógicamente, le soy útil. Pero... ¿para qué me sirve a mí el piojo?

Pienso, y no lo sé.

Pienso de nuevo..., y tampoco.

¡Pero claro!, descubro de pronto, si él se descarga mediante chispazos eléctricos, entonces también me descarga a mí. Él me sirve para mantener mi equilibrio eléctrico. Por lo tanto no debo sacármelos. ¡Menos mal que sólo me saqué uno y todavía hay más en mi cabeza!

Como entre brumas estoy despertando; no sé si dormí o sólo fue una pestañeada, pero recuerdo asustado lo de mi equilibrio eléctrico. Afanosamente quiero tantear, para asegurarme que aún tengo a mis colaboradores. Además quiero saber cuántos hay.

Pero lo que toco no es pelo, sino género. ¿Será la sábana? Intento nuevamente y no. Tengo vendas de género en la cabeza. No entiendo.

Entra de nuevo el profesor.

- ¿Cómo está, don Fernando?

- Bien.

- ¿Dónde estamos?

- En el Hotel.

- ¿Dónde está el Hotel?

- En La Serena.

Esta vez no pregunta más, sino que se levanta y dice: venga conmigo.

Me levanto de la cama. Me dan una bata que me ayudan a poner y me llevan hacia fuera de la habitación.

Me cuesta caminar, pierdo el equilibrio y pienso que aún me duran los efectos de la gran farra.

El profe me ayuda tomándome del brazo, y me lleva por un pasillo hasta frente a una puerta, donde nos quedamos detenidos, mirándola.

De pronto la puerta se abre y entramos. Se trata de un recinto pequeño, estrecho. La puerta se cierra un momento y se abre otra vez. Salimos, yo del brazo con el profe.

Caminamos hasta otra habitación. El profe me conduce hasta donde está la ventana. Hay mucha luz, que por momentos me enceguece. Me molesta el fuerte brillo, pero luego de un instante comienzo a acostumbrarme.

Me indica con la mano un cerro cercano que se ve por la ventana, y pregunta: ¿qué cerro es ése?

Yo miro el cerro y me parece como todos los cerros. Tiene árboles; hay algo así como un derrumbe en uno de sus costados, y en la cima hay una estatua que yo he visto antes: es una virgen, grande, blanca, muy familiar.

- ¿Qué cerro es ése?, pregunta de nuevo, autoritario, el profe.

- El San Cristóbal, por supuesto. (Qué tontos son los profesores a veces), ¿no ve que tiene la virgen arriba?

- Entonces, ¿dónde estamos?

- En Santiago, por supuesto (qué ganso: cómo no sabe que el cerro San Cristóbal está en Santiago).

- Y..., ¿no estábamos en La Serena?

- ¡Mierda...!. (¡Me pillaron! Inventé mal y me pillaron. ¡Qué mala suerte!, la embarré). Quedé helado. ¿Qué me van a hacer ahora? No sé qué hacer, me callo mejor.

- Venga conmigo.


Voy con gran sentimiento de miedo, estoy asustado, creo que me castigarán.

Después de encerrarnos un momento en la pieza chica, me lleva de regreso a la cama.

Siento una voz conocida, muy conocida, que dice "Naan"..., con un tono melodioso, muy familiar, suave, tierno, casi musical.

Esto me hace despertar un poco, pero nunca tanto. Sin embargo la familiaridad de la voz, ese conocimiento tan cercano y el tono melódico tantas veces escuchado y querido (y añorado por tiempos eternos, desde antes que la creación nos pusiera en este mundo). Así lo siento, aunque ni siquiera trato de entenderlo. Cuánto cariño quise tener, creo que siempre, y cuánto me hace falta sentirlo. En esa melodía suave y en ese tono de voz, maravillosamente, ahora se está materializando.

Y me nace: "mm m m-m". También en un tono especial, con melodía familiar, un murmullo conocido, internalizado, que no sé de dónde brota, aunque creo que del alma. Abro los ojos y veo a mi esposa, sus ojos con lágrimas y la cara risueña, con esa sonrisa que me gusta tanto, tanto, pues sé que indica alegría, pero de verdad, que le brota de los ojos, aunque ahora estén con lágrimas, y que pocas veces veo.

Sé que al escuchar mi murmullo entendió que reconocí su voz y que además pude recordar, con la melodía adecuada, la forma familiar de respuesta cariñosa que -¡tantas veces!- empleamos como jugando.

- ¿Cómo estás?

- Regio, me tratan bien. Lo paso entretenido (ni mencionar el dolor de cabeza).

Me toma la mano y luego la suelta para buscar algo en su cartera. Saca una fotografía y me la muestra.

- ¿Quién es?, pregunta con un tono curioso, que parece casi triunfal.

- La Sandrita, nuestra hija, pues amorcito.

Me muestra otra foto.

- ¿Y ésa?

- La Marce pues corazón (la otra hija).

Busca de nuevo y me presenta otra.

- ¿Y éste? (Cara conocida: algún sobrino seguramente, pues es pequeñito. ¿Qué digo?). Bueno,… la verdad es que me acuerdo de un sólo sobrino varón.

- Miguel, digo con tono de seguridad.

Entonces se pone a llorar.

No entiendo y me siento culpable. Transcurre un rato, no sé cuánto tiempo, en que yo otra vez me mantengo con los ojos cerrados, quizá adormecido; y después escucho "Naan"..., con tono musical. Abro los ojos y pregunta:

- ¿Cuántos autos tienes?

(Sé que tengo la Station Wagon Chevrolet y un auto chico).

- Dos mi amor.

- No, tienes uno.

- Pero la Station y el auto chico, corazón, son dos.

- No. Tienes uno no más.

- Pero linda, si tengo dos, acuérdese bien. (No se me ocurre que ella puede acordarse bien sin que yo se lo diga).

- No. Tienes sólo el auto chico.

- ¿...? ¿Por qué? ¿Vendiste la Station?

- No, tú la rompiste.

- ¿¿ Yo?? ¿Cómo?

- Con el accidente.

- ¿Cuál accidente?

- El que tuviste hace unos dos meses atrás, desde que estás aquí, en el hospital.

- ¿Cuánto tiempo?

- Estuviste dos semanas inconsciente en la UTI del Instituto de Neurocirugía, y llevas un mes y medio acá, en el Hospital Salvador. Tenemos cuatro hijos, me faltó traer una foto de la menor, Rosita.

¡¡Caramba!!, y yo que creía que todo esto extraño me comenzó a pasar anoche...