miércoles, diciembre 06, 2006

II. DESPERTANDO (…Continuación)

II. DESPERTANDO (…Continuación)

Está en la habitación mi mamá y mi hermano mayor, Esteban. Conversamos muy poco, pues yo no estoy en condiciones de mantener diálogos extensos o profundos. Sin embargo les relato lo que ocurre con mis piojos eléctricos. También le pido a mi hermano un cigarrillo, pues siento deseos de fumar.

Esteban me responde que no tiene cigarrillos, pues se le han terminado, pero como él está fumando me permite pitear un poco de su cigarrillo.

Recostado en la cama, de espaldas y con la cabeza apoyada en la almohada, escuché el ruido de un avión. Levanté la cabeza hacia atrás para mirar por la ventana que está ubicada detrás de la cabecera. Pude ver entonces un avión que pasaba girando lentamente, hasta desaparecer de mi campo visual. Pero un momento después reapareció, lo que se repitió varias veces.

Dije en ese momento que yo podía dirigir los movimientos del avión; y como pusieran cara de incredulidad, expliqué que detrás de la cama, semi-empotrado en la muralla, estaba el equipo de control remoto para los aviones.

Esteban examinó detrás de la cama, y mostró a mamá lo que yo llamaba equipo de control.

Era un enchufe eléctrico no bien asegurado al muro, que en consecuencia podía fácilmente sacarse y quedar colgando de los alambres, que se internaban en el hueco de la muralla.

Mamá se asustó y dijo que no era un control, sino un enchufe eléctrico. Luego me preguntó preocupada:

- ¿Es verdad que lo usas para dirigir los aviones?

- Claro, respondí. Yo los manejo muy bien: me siento en la cama cuando escucho un avión, tomo el control remoto y miro por la ventana. Luego, cuando aparece el avión, lo comienzo a dirigir. ¡Funciona bien!

- No hijo. No debes tomarlo nunca, te puedes electrocutar. Por favor no lo hagas nunca más.

- ¡Pero si funciona!

- No. Es tu imaginación. Recuerda que estás enfermo y esto es un hospital, no hay aquí nada relacionado con aviones.

Creo que me convenció, pues no volví a dirigir aviones.
(¡Lástima!, con lo que me gustaba hacerlo).

En el momento en que se despedían para volver a sus casas, le pedí a Esteban que la próxima vez me trajera cigarrillos.

Con voz grave me dijo que yo tenía estricta prohibición de fumar, de modo que no lo haría, y que además yo debía estar lo más quieto posible en la cama, de modo siguiera esas indicaciones y no intentara incorporarme.

Me duele la cabeza. Viene mi esposa y parece preocupada. Dice que me tendrá que trasladar a una clínica privada. Que el doctor ha conseguido lugar en una que no queda cerca, de modo que me tendrán que llevar en ambulancia.

Viajamos en la ambulancia. Ella me afirma contra la camilla, pues los movimientos del vehículo me hacen perder el equilibrio y varias veces estoy a punto de caer. Las frenadas y los virajes aumentan mi dolor de cabeza.

Llegamos a la clínica y me llevan a la habitación en que deberé permanecer. Hay varias camas y unos hombres en pijamas, de pie, conversando.

Los enfermeros de que venían conmigo en la ambulancia me sacan de la camilla, me trasladan a una cama y se van.


Mi esposa me dice algunas palabras de recomendación y despedida, pues tiene que irse a trabajar.

Una vez solo, observo a los hombres en pijamas que siguen conversando y se ríen. Hay uno de ellos que está fumando. Me levanto, me acerco a él y le digo:

- Hola amigo. Voy a estar aquí no sé cuánto tiempo. ¿Me convida un cigarrillo?

- Toma, dice, y me ofrece de su cajetilla.

Saco uno y me lo enciende.

¡Qué agradable es estar acompañado!

Observo que las camas están mal dispuestas y lo comento en voz alta. Uno de ellos propone un cambio de ubicación. Entonces me levanto y digo:

- ¡Vamos!, yo la tomo de acá y tú levantas de allá.

Con algún esfuerzo logramos trasladar la cama a otro espacio. A continuación movemos ligeramente la cama para dejarla bien centrada en el lugar escogido, hasta que nos parece que así ya está mejor.

Me acuesto y me duele más la cabeza. Duermo.

Aquí está mi esposa. Tiene cara de pena y me dice que me llevará a otra clínica, ya que en ésta nadie controla lo que hacen los pacientes. Llegan unos enfermeros y me trasladan a una camilla, en la que me suben a una ambulancia.

Durante el viaje, con mi esposa sentada a mi lado, ella comenta amargamente lo costoso que resulta cada scanner, y que ya me han debido efectuar tres. Que no sabe cuánto costará la clínica. Que afortunadamente en el hospital parece que se compadecieron, porque pidió anticipadamente la cuenta, argumentando que necesitaba saber el valor a pagar con el objeto de decidir si podría o no matricular a los niños en el colegio. Con ello le cobraron menos del valor real de las atenciones recibidas por mí, pero me aseguró que lo hizo sin esa intención. Comentó además que ha debido pagar traslados en ambulancia varias veces, y que también son caras.

Dice también que tiene dudas, que no sabe qué me podrá suceder en la clínica que era mi casa...

No entiendo. (Me siento extraordinariamente complicado cada vez que no logro entender las cosas).

Ella explica que la casa donde yo vivía antes de casarnos, es ahora una clínica psiquiátrica, y que es allá donde me llevan. Quiere saber qué me parece a mí, si yo estimo que será perjudicial o favorable para mi recuperación.

No logro imaginar en qué me podría perjudicar, por lo que respondo que sin duda estaré sumamente cómodo en mi casa. Que por supuesto me sentiré muy a gusto.

Los movimientos del vehículo me producen náuseas, hasta que vomito.

La ambulancia ingresa por el portón de vehículos de mi casa y bajan la camilla conmigo encima. Ya en el interior del recinto de mi casa, una vez que desciendo de la camilla, estando de pie en el patio lateral, veo una mujer asomada por una de las ventanas del segundo piso, quien estira un brazo pidiendo que le alcancen mi maleta.

Imagino que estamos regresando de una de las tantas excursiones de pesca, caza o simple acercamiento a la naturaleza que solíamos hacer con papá desde que yo y mis hermanos éramos pequeñitos, o desde siempre, según me parece, y hasta poco tiempo antes de mi matrimonio; y que quien se asoma en el segundo piso es la empleada de la casa.

Pienso que es preferible que suba yo a recibir la maleta (sin duda soy más fuerte que la mujer), de modo que así lo hago. Asomado por la ventana de la pieza de mi abuelita, estiro el brazo hacia abajo y recibo la maleta que me alcanzan desde el jardín de la entrada de autos que corre por el patio lateral.

Con fuerza la subo, levantándola por sobre la barandilla de la ventana, y la entro a la habitación. Pero la maleta choca con los vidrios de la ventana y uno de ellos se rompe. No me importa. Me acuesto y me quedo dormido.

Es de mañana, quiero ducharme. Recuerdo que el baño más cercano a la pieza de mi abuelita
-donde pasé la noche- está contiguo al dormitorio de papá, y que la entrada a ese baño sólo es posible desde el interior de ese dormitorio (el de papá). Salgo de la cama con la intención de dirigirme allí, pero descubro que en la habitación en que estoy también han construido un baño pequeño, que no existía antes.

Entonces ingreso a él y procedo a ducharme. Luego me visto y salgo al pasillo. Un hombre con delantal blanco me dice que el desayuno es abajo, en el comedor.

- Gracias, ya lo sé, respondo un poco divertido, (pues yo sé bien dónde se come en mi casa).

Me dirijo hacia la escala, pero pierdo el equilibrio y debo afirmarme en el muro del pasillo para no caer. Continúo caminando con una mano puesta permanentemente en la muralla para afirmarme en ella, hasta llegar al hall que hay frente a la escala. Al comenzar a bajarla me afirmo fuertemente del pasamanos.

¡Cuidado!, me digo, pues recuerdo que justo en el recodo de la escala hay un gran ventanal, con vidrios esmerilados, donde el pasamanos se interrumpe. Debo tener cuidado de no caerme contra los vidrios, ya que además de romperlos caería al patio de luz, cuyo piso de baldosas se encuentra a nivel del subterráneo. Entonces me podría matar con la caída.

Logro bajar sin caerme y me dirijo hacia el comedor, divertiéndome con las explicaciones de por dónde debo ir que me da solícitamente una enfermera. (Yo sé dónde queda el comedor).

Tomo mi desayuno y regreso, subiendo nuevamente por la escala. Al momento de dirigirme hacia la puerta del dormitorio de mi abuelita, un señor me detiene y me señala la puerta de la pieza de Esteban, diciendo: ésa es su pieza.

- ¿La de Esteban?, digo asombrado. No, está equivocado, si yo dormí en el dormitorio de mi abuelita.

- (??). No señor: Esa de allá es la suya.

- ¡No hombre!. Yo dormí en la pieza de acá, la de mi abuelita. (¡Cómo va a conocer mi casa mejor que yo!).

- ¡Váyase a ésa!, dice con tono enojado, lo que a mí me produce rabia, no exenta de impulsos de violencia física.

Pero pienso que con dificultades estoy de pie, pues pierdo el equilibrio. Entonces no me conviene trenzarme a puñetazos con él, que por lo demás se ve casi de igual tamaño que yo, pero muy bien plantado sobre sus piernas.

Decido entonces demostrar, sin pasar a los hechos, que el equivocado es él, y me dirijo hacia la pieza de Esteban.

Abro la puerta, imaginando que habrá otra persona en el interior de la habitación y así quedará demostrado el error. Pero ¡sorpresa!, no hay nadie. Además aquí está mi ropa y mis otras pertenencias. ¿Cómo me equivoqué tanto?.

Entro y me tiendo en la cama, pensando.

¿Por qué me cambiaron de pieza? No entiendo...

Quizás llegó otro paciente y le asignaron la pieza de mi abuelita. Entonces, mientras yo desayunaba, trasladaron mi ropa y demás cosas. Este pensamiento me conforma y me duermo.

Despierto temprano. Aún está oscuro. Es de noche todavía. Sin embargo me levanto y voy al baño que según mis recuerdos está a la vuelta del pasillo, ya que la pieza de Esteban no tiene. Pero la mampara que hay en esa vuelta del pasillo está cerrada: tiene un pasador que antes no existía. Retiro el pasador, ya que no está con llave, y continúo hacia el baño. Llego e ingreso a él, me ducho y bajo al living.

Todavía no hay nadie sirviendo el desayuno en el comedor. A decir verdad, parece que ninguna persona aún se ha despertado, ya que no me topo con nadie en el living, el comedor ni los pasillos. Observo que en el lugar en que estaba el piano, en un rincón del living, han construido con tabiques una pieza pequeña, que parece utilizan como una oficina de administración.

Siento deseos de fumar y no tengo cigarrillos. Busco ceniceros, hasta que encuentro uno en que hay dos colillas, una de ellas bastante larga. La enciendo y fumo, con lo que siento un adormecimiento muy agradable. Pienso entonces que debo conseguir que me traigan cigarrillos cuando me vengan a visitar. Llamaré por teléfono más tarde.

Cuando aparece el personal de la clínica pido mi desayuno, y luego que me avisan que está listo, acudo al comedor y lo tomo. A continuación me dirijo al dormitorio, haciendo lo posible por no caerme en la escalera, especialmente contra el ventanal.

Al llegar a la pieza de Esteban, me dicen que allí no, que me corresponde esa otra, la de mi hermano Daniel. Protesto, pues sé que dormí en la pieza de Esteban y no en la de Daniel. Pero acepto, pensando que ahora sí podré demostrar el error.

Sin embargo nuevamente me llevo la sorpresa, pues allí están todas mis cosas y mi ropa. ¡Ahora sí que no entiendo nada!

¿Qué será lo que sucede? Si efectivamente otra vez han trasladado mis cosas de una a otra habitación, debo encontrar una forma de saberlo. Tengo que estar seguro. Necesito entender.

Me duermo. Pero en algún tiempo más, cuya duración no puedo estimar, me despiertan para ponerme la inyección de siempre, esa que me clavan todos los días en la nalga. (O en la otra, día por medio). Espero que termine el proceso y luego bajo al comedor para almorzar.

Durante el almuerzo converso con un señor que parece estar solo un poco loco, pues dice que yo soy muy inteligente.

Eso porque le ha quedado muy clara la opinión que yo le di cuando manifestó su inquietud por conocer el motivo que induce a sus familiares a llevarlo periódicamente a la clínica, por unos dos meses cada vez. Yo le dije que seguramente sus familiares saben que trabaja mucho, y para no hacer que se sienta mimado en exceso, lo envían para obligarlo a descansar, con el pretexto de alguna enfermedad.

Vuelvo a mi habitación pensando que de verdad soy muy inteligente. Que por ahora no puedo, pero que después lo demostraré. Y me duermo.

Otra vez es muy temprano. Me ducharé y bajaré a buscar más colillas, pero antes pondré mis cosas de modo que si se las llevan a otra pieza no las puedan disponer igual. Con eso los sorprenderé y podré demostrar que me cambian de habitación.

Pongo entonces un calzoncillo un poco metido en el bolsillo de una camisa, y sobre él coloco la manga izquierda. Además paso el cordón del zapato que está debajo de la cama -el zapato derecho- por el ojal del puño de la manga derecha de la misma camisa, que está encima de la cama con esa manga colgando hasta el suelo.

Luego salgo, voy al baño y me ducho, bajo, fumo colillas, desayuno y vuelvo a subir.

Otra vez me dicen que no la pieza de Daniel, sino nuevamente la de mi abuelita...

Sonrío interiormente, sabiendo que ahora sí que los pillo. Los dejaré en evidencia, quedará absolutamente claro que yo no estoy equivocado ni loco, que sé perfectamente dónde dormí en cada una de las noches, y que son ellos los que producen todos estos extraños cambios. Con esa demostración deberán explicarme los motivos que han tenido para hacerlos, con lo que finalmente entenderé la situación y podré quedar tranquilo.

Voy allá y encuentro el cordón pasado por el ojal de la manga derecha, el calzoncillo tapado con la manga izquierda y semi metido en el bolsillo, y todo lo demás exactamente igual a como lo dispuse antes de salir de la habitación.

¡¡ (??) !!...

No sé cómo lo hacen.

Si trasladan las cosas de habitación no podrían dejarlas tan exactamente igual a como estaban colocadas en la otra...

... ¡Salvo que movieran la pieza completa!, sin tener siquiera que tocar lo que hay dentro de ella.

Pero eso es imposible, a menos que las piezas estuviesen montadas sobre rieles y existiera un mecanismo provisto de cables, ganchos metálicos y poleas que permitiera tal movimiento.

Pero... ¿Cómo afirmarían los ganchos en las murallas lisas de las habitaciones, que además son duras, pues son de hormigón armado?. Además, ¿para qué tendrían que hacer eso?

No puedo dejar de pensarlo, necesito entender.

En una clínica siempre hay gente enferma. ¡Posiblemente algunos tipos de enfermedades requieren para su mejor tratamiento que los pacientes permanezcan con luz de sol en sus habitaciones durante todo el día!, o vista a la cordillera, o qué sé yo. Puede haber un sinnúmero de motivos médicos, que desconozco, para justificar la necesidad de desplazar las habitaciones.

Entonces esas razones explicarían para qué hacer movimientos de habitaciones. Pero sin embargo aún no quedo conforme, ya que sigo sin entender cómo lo harían.
¿Cómo engancharían los cables en las murallas lisas y duras?

Después del desayuno me dicen que debo ir al patio, porque hay una sesión de terapia en que haremos ejercicios de gimnasia.

Voy, y junto a varios otros pacientes nos hacen levantar los brazos, respirar profundo, etc... Me aburro, pues yo puedo hacer ejercicios mucho más violentos y provechosos. (Recuerdo que hacía gimnasia con pesas, y que podía hacer, entre muchos otros ejercicios, tres series de ocho levantamientos cada una, en la banca horizontal, subiendo la barra con sesenta y cinco kilos de peso desde mi pecho hasta estirar completamente los brazos).

El ejercicio siguiente consiste en levantar una pierna, extendiendo simultáneamente hacia los lados ambos brazos.

Pienso que es fome, pero lo hago. Si embargo pierdo el equilibrio y estoy a punto de caer al suelo. Intento nuevamente y ocurre lo mismo. Insisto... y debo convencerme finalmente que no puedo hacerlo.

Después nos pasan unas tablas de unos 25 por 40 centímetros. Una a cada uno de los pacientes. También una bolsita con tachuelas y un martillo chiquito, además de un dibujo o esquema que señala cómo clavar las tachuelas en la tabla, distribuyéndolas en forma ordenada.

Pienso que es sencillo, pues como soy ingeniero tengo facilidad para interpretar planos, y no me será difícil clavarlas en la forma que indica el dibujo.

Me demoro bastante más de lo que pensaba, pues pierdo mucho tiempo intentando descubrir cuál es la escala, o factor de conversión, que debo emplear para transformar las magnitudes del dibujo al tamaño de la tabla. Además no tengo con qué medir (ni tampoco escalímetro).

Pero al fin lo hago, medianamente bien.

Luego salimos al patio y descubro que en el fondo hay una mesa de ping-pong. También observo que encima de la mesa hay paletas y una pelota. Propongo entonces a un colega que juguemos, lo que acepta gustoso.

Comenzamos a pelotear, y nuestros torpes movimientos hacen caer la pelota muchas veces al suelo. Al agacharme a recogerla me duele más la cabeza. En un momento la pelota se va detrás del edificio, más allá de donde estaba la pieza de guardar que existía en mi casa, donde a veces dormían las perras, la Mancha y la Tea.

Voy a recogerla, y antes de agacharme descubro que el muro del fondo está obviamente picado, como con cincel, dejando a la vista la enfierradura de un pilar, a unos setenta centímetros del suelo.

Miro con atención hacia el otro extremo del muro, donde sin duda habrá otro pilar de la construcción de hormigón armado, y descubro lo mismo: el pilar excavado, dejando a la vista los fierros.
De modo que la habitación a la que pertenece este muro tiene ambos pilares de su extremo poniente excavados y con la enfierradura a la vista, en ambos a una altura de unos setenta centímetros.

¡Ahí afirman los ganchos metálicos!, me digo.

Seguramente todas las habitaciones del edificio tienen las mismas excavaciones. ¡Ahora está claro! Se confirma mi hipótesis. Efectivamente en la clínica tienen un sistema de rieles, cables, ganchos y poleas mediante el que hacen traslados de habitaciones de acuerdo a las necesidades de los pacientes.

Quiero hablar con alguien de confianza para dar a conocer mi descubrimiento. Llamaré por teléfono a mi casa. (Pero recuerdo que escuché casualmente, en un momento en que estaban transmitiendo noticias en la radio, que se había efectuado un cambio en la numeración telefónica de gran parte de las Centrales de la Ciudad de Santiago, y que los nuevos números se obtenían anteponiendo un dos a la numeración anterior de cada teléfono).

¿Cuál era el número de mi casa?, intento recordar algún número telefónico. ¿Será el 39xxxxxx? No, porque el de mi casa no comienza con 39, sino con 24. Entonces ése que recordé seguramente corresponde al de mi oficina.

Hago lo posible por recordar alguno que comience con 24, y no lo consigo. De pronto pienso que, si escribo los números, a lo mejor me resulta más fácil recordar... conseguiré papel y lápiz.

Subo a mi habitación y entro en la que dicen que me corresponde, sin discutir nada. Busco en mi maleta y encuentro un pedazo de papel, pero no tengo allí ningún lápiz. Voy afuera, y a la primera enfermera que veo le pido uno prestado. Me mira con cara de risa, pero me presta un lápiz.

Escribo el primer número que me viene a la mente, lo analizo y me doy cuenta que comienza con 37. Por lo tanto corresponde al mismo sector de mi casa, es decir, al de la clínica (mi ex-casa), ya que la numeración de cada teléfono comienza, de acuerdo a lo que yo entiendo, por los dos dígitos que representan a cada sector específico de la ciudad.

Pero ¿por qué me acuerdo de ese número?
Dejé de vivir en esta casa hará cuestión de unos doce o trece años atrás, y mi familia la dejó poco tiempo después, por lo que no he vuelto a efectuar llamadas a él desde hace unos diez años como mínimo. Entonces no es probable que me acuerde de memoria del número, especialmente yo, que nunca he sido una persona de buena memoria. Pero si comienza con 37 debe corresponder a la misma central, y en consecuencia pertenece seguramente al mismo sector o barrio de la cuidad. ¿Qué hay en el barrio que yo conozca su teléfono y lo haya estado utilizando en forma relativamente reciente?

Repentinamente lo descubro: corresponde al club de tenis, que efectivamente se encuentra ubicado en el mismo sector de la cuidad. De modo que necesito recordar otro número, pues éste no me sirve para mis propósitos, yo necesito el de mi casa.

Pienso, invento números, los analizo y rápidamente los descarto, comienzo a angustiarme, no recuerdo ninguno que comience con 24, que son las dos cifras iniciales que, estoy seguro, corresponden al sector donde está ubicada mi casa.

Si estoy solo, encerrado en una clínica psiquiátrica. Si además no tengo ninguna forma de comunicarme con mis familiares, ¿qué haré? ¿Quedaré para siempre abandonado y solo? ¿Qué será de mis hijos? ¿Mi esposa me cambiará por otro marido? ¿Qué hago para evitar todo aquello?

En la próxima sesión de terapia nos dieron nuevamente las tablas con tachuelas, además de un pincel y un tarro de pintura negra.

Pinté la tabla completamente: quedó color negro parejito.

Duermo, Despierto. Pienso. Me ponen la inyección. Duermo. Despierto. Pienso. Recuerdo un número que comienza con 24.

Mentalmente le agrego un dos adelante. Lo repito, para no olvidarlo. Repito, repito. Ya no tengo lápiz. Repito nuevamente, pues debo memorizarlo. Todas la veces que sea necesario lo seguiré repasando y repitiendo.

Pienso que si ahora lo estoy repitiendo es por que ahora lo sé. ¿Por qué entonces no llamo de inmediato?

Voy rápido a la secretaría que he visto en el pasillo del segundo piso, donde se encuentra la habitación que por el momento estoy utilizando, pero no tan rápido, pues debo evitar caerme ya que pierdo el equilibrio. Pido que me faciliten el teléfono, repitiendo mentalmente el número.

Me responden que están usando el teléfono, de modo que debo esperar un momento, ¡qué angustia!

Repaso, repitiendo constantemente las cifras. No debo dejar de hacerlo, pues corro el riesgo de olvidarlas. Repito, repito.

- Ya señor, aquí está. Y me pasan el teléfono.

Repaso una vez más. Marco los dígitos con sumo cuidado, lentamente, no debo equivocarme... El teléfono comienza a dar tono de llamada... ¿Será ése el número correcto? Dios quiera que sea así.

- ¿Aló?... (Voz conocida). Es la Sandrita.

- ¡Hija!, hola, soy tu papá.

- ¡¡¡Papito!!!... ¿Cómo estás?

- Bien hija, muy bien, pero ¿cómo estás tú?

- Bien papito.

- ¿Y tus hermanos?

- Todos están bien, pero queremos que te vengas a la casa.

- ¿Empezaron las clases en el colegio?

- Sí papito.

- ¿Tienes tus cosas?

- ¿Cuáles cosas?

- Uniforme, zapatos, cuadernos, todo lo que necesitas.

- Sí papito, la mamá me compró.

- ¿Y a tu hermana?

- También papá, pero vente a la casa, te queremos aquí.

- Iré cuando me dejen salir, pero dile a tu mamá que cuando venga me traiga cigarrillos.

- Sí papito.

- Gracias amor, chao.

- Chao papito.

En la siguiente sesión de terapia nos dieron lana de diversos colores, junto con la tabla llena de tachuelas que habíamos hecho y pintado en las oportunidades anteriores. Teníamos que pasar la lana desde unas tachuelas a otras, siguiendo las indicaciones del dibujo y usando diferentes colores de lana, que también señalaba el esquema.

Cuando terminé vi que lo hecho era la figura de un gallo, muy bien estilizado, muy hermoso. Sentí orgullo. ¿Ven que no estoy tan tonto?

Me llamaron por teléfono. Era mi señora, que me contó que esa misma tarde vendría a verme con las dos hijas mayores. No podía traer a los más pequeños porque en la clínica no se permitía el ingreso de niños chicos, pero ella había conseguido que le autorizaran a venir con las dos mayores, pese a que aún eran niñas de corta edad.

Esperé con ansias el momento en que vinieran, pero cuando llegaron ya me había dormido. Mi señora me despertó suavecito para no asustarme, y ahí estaban mis hijas.

Me parecieron tan grandes, aunque tenían ocho y nueve años, porque yo las recordaba como de cuatro y cinco. (Quizás por qué motivo se me fijó en la mente el aspecto que tenían a esa edad).

Pero estaban lindas. Nos abrazamos y besamos emocionadamente. Luego conversamos de varios temas. Ellas estaban muy bien impresionadas al ver mi estado actual. Hasta que les conté que todo en la clínica funcionaba muy bien, que me daban mis remedios y comidas. Que podía dormir bien, pero que lo único malo consistía en los permanentes cambios de ubicación de las habitaciones, que efectuaban con un sistema de roldanas y rieles.

Se miraron asustadas, y luego estuvieron menos comunicativas hasta que llegó la hora de marcharse con su mamá.

El médico dijo a mi esposa que me darían de alta próximamente, pero que luego seguiría con licencia, sin asistir al trabajo, debiendo permanecer en reposo en mi casa.

Yo quise saber por cuánto tiempo más debería estar en esa situación, ya que me parecía importante volver al trabajo. El médico comentó que eso no se podía determinar por el momento: que en los mejores casos, los que evolucionaban más favorablemente, se lograba una recuperación completa al cabo de unos seis meses. Que para los casos más frecuentes, y por lo tanto lo más probable, era un plazo de algo más de un año, y que en las situaciones más severas la recuperación podía demorar unos dos años, e incluso un poco más.

Indicó los remedios que debería seguir tomando en mi casa, con los horarios y dosis respectivas. En un momento descubrieron que yo tenía olor a cigarrillo, por lo que se me preguntó si yo fumaba. Dije que sí, pues sentía una sensación agradable con ello. El Médico señaló que fumar era un mal hábito. Mi esposa criticó mi vicio tonto. El Médico asintió con un gesto a esa crítica.

Me sentí atacado. Sentí que esa manera de estar de acuerdo los dos en mi contra era una especie de confabulación. Pensé que si realmente era malo, por qué no me decían francamente que debía dejar totalmente el hábito de fumar. Entonces manifesté que si así lo deseaban, yo no volvería a hacerlo, pero que debían decírmelo francamente: ¡Ud. no debe fumar!

Ante eso el médico indicó que hasta cinco cigarrillos diarios era una cantidad aceptable, pero en ningún caso más. Mi esposa asintió. Todo ello me pareció una especie de autorización para fumar, pero limitada a cinco cigarrillos al día. Pensé que me sería más fácil dejar del todo y definitivamente el hábito que intentar fumar solamente cinco al día. Pero no quería discutir, preferí guardar silencio.

Vino Esteban en su automóvil a buscarme, venía con mi señora. Subieron mis pertenencias al vehículo y yo me ubiqué en el asiento delantero junto a mi hermano, quien manejaba. Mi señora se sentó atrás.

¡Qué sensación de libertad! Volvía a mi casa después de tanto tiempo. Por el camino hacia ella me pareció que Santiago estaba tan distinto. Era como estar en una cuidad desconocida, pero mi hermano, con cariño, me explicaba pacientemente cada cosa que me resultaba extraña.

Cada vez que el automóvil debía detenerse, ante una luz roja o por cualquier otro motivo, yo sentía que el cerebro se me iba hacia delante y se saldría por los ojos. Le pedí a Esteban que frenara de a poco, suavemente, explicando mi sensación de dolor. Así lo hizo en adelante, pero a pesar de ello siempre seguí sintiendo, aunque en menor medida, la misma desagradable y dolorosa molestia.

Llegamos a mi casa. Salí al patio trasero y allí estaban los dos chiquititos. El varoncito, mi compadre, el mismo que no reconocí en la foto que me mostró mi señora en el hospital El Salvador, había cumplido cuatro años. La hija menor estaba por cumplir los tres.

Nos abrazamos. Estaban muy contentos, aunque asustados. Mi compadre todavía no hablaba bien. Siempre fue muy tímido y regalón, de modo que demoró bastante más de lo normal en aprender a hablar correctamente. La menor siempre me tuvo miedo, pues creo que fui muy estricto con ella desde siempre. Pero ahora parecía que ese temor había aumentado.

1 Comments:

At 4:45 p. m., Blogger augusto said...

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