martes, diciembre 05, 2006

II. DESPERTANDO (…Segunda continuación)

II. DESPERTANDO (…Segunda continuación)

Estuve sentado en el living de mi casa o en las sillas del patio, aunque la mayor parte del tiempo recostado sobre mi cama, durante un mes aproximadamente. No me interesaba mirar la TV.

No podía leer. Quería que pasara rápido el tiempo, pues recordaba lo que dijo el médico y estaba seguro, ya que sin duda mi caso sería de los más favorables, que a los seis meses estaría bien.

Me imaginaba amaneciendo el día que se cumpliera ese plazo. Tendría, como por encanto, todas mis facultades perfectas. ¡Qué maravilla!

Pregunté a mi esposa si existiría algún somnífero que me pudiera hacer dormir hasta ese día, pues prefería no tener que esperar conciente, sino durmiendo, y así me resultaría más fácil la espera. Ella cambió de tema y me habló de otras cosas.

En las mañanas ella salía de la casa para acudir a sus labores.

Nunca salía muy temprano -siempre tuvo dificultades para estimar adecuadamente la velocidad con que transcurre el tiempo- porque, según me dijo muchas veces, no podía dormir bien por las noches. (Yo pensaba que el problema consistía en que se demoraba más de la cuenta en arreglarse para salir).

Yo quedaba en cama. Tomaba desayuno y dormía. Miraba el techo, las murallas y todo lo que había en nuestra habitación. Repetidamente observaba todo, hasta que creo llegué a conocer en detalle cada mancha del techo o las paredes. Esperaba que ella volviera...
Dormía, tomaba mis remedios, pensaba, miraba el techo, pensaba, dormía. Miraba la hora, me levantaba, me sentaba en el living, miraba las murallas, esperaba. Almorzaba, me acostaba y mirando el techo me dormía. Despertaba, miraba la hora. Pensaba: ella dijo que a las seis estaría de regreso.

Cuando llegara me hablaría tiernamente, me preguntaría qué estuve pensando y cómo me sentí en el día, durante su ausencia. Yo le contaría mis inquietudes y conversaríamos en detalle todo el porvenir. Planificaríamos toda nuestra vida y las de nuestros hijos, con lo que yo imaginaba sería suficiente para que efectivamente, en verdad, esas vidas fueran felices.

Miraba la hora. Eran por ejemplo las cinco y media. Sacaba la cuenta: en treinta minutos más llegará. Observaba cómo cambian los segundos en el reloj de pulsera digital.

Pasado un tiempo volvía a mirar el reloj. Faltan veinte minutos: equivalen a 20 x 60 = 1200 segundos; faltan 1199, 1198, 1197...

¡Tanto tiempo aún!, paciencia…

Cinco minutos, (300 segundos); 299, 298, 297...

Debo tener más paciencia aún...

...3; 2; 1; ¡Ya!, ahora debe estar llegando.

Me levantaba rápidamente y me encaminaba hacia la puerta de calle. La abría, esperando encontrarla allí, (o por lo menos viniendo desde la esquina). No estaba ni venía.

¡Qué angustia! Yo necesito que esté aquí ahora, en este momento. No ha llegado...

Volvía a la cama y pensaba ¿qué le habrá pasado?, ella dijo que a las seis estaría aquí. Son las seis y cinco minutos. Parece ser que no se preocupa de mí. Quizás no le queda claro cuánto necesito su compañía, estar y conversar con ella. Puede ser que no sepa la angustia que me produce estar solo. ¿Habrá tenido un accidente?

Finalmente llegaba... Desde la cama yo la escuchaba entrar y saludar a los niños, esperando que viniera a verme y me preguntase cómo me sentía y qué estuve pensando durante el día. Mientras tanto me acariciaría con ternura, suavemente.

Pero también la escuchaba conversar con la empleada, quejándose de lo mal que le había resultado el día y de lo mucho que le costó tomar la micro.

Después de un momento escuchaba el sonido de la televisión, pensando que ya vendría. Pero seguía oyendo esos sonidos provenientes del aparato ubicado en el living por durante otra media hora u otros 45 minutos. Algunas veces hasta por más de una hora.

Creo que comencé a odiar la tele...

¿Cómo le interesa más que yo, que estoy enfermo?

Entonces, con angustia, la llamaba:

- ¡Amor, ven, te necesito!

Ella se asomaba por la puerta del dormitorio, y desde la puerta me decía:

- ¿Qué quieres?, con tono de molestia.

Sentía pena, dolor, rabia, impotencia, angustia.

- Ven por favor, necesito conversar contigo.

Entonces se sentaba a los pies de la cama y comenzaba a explicar que se le habían pasado dos micros, porque en la esquina en que esperaba al vehículo de transporte colectivo había muchos escolares vestidos de uniforme; que había vendido muy poco en la tienda; de qué color era el género que había comprado y cómo era el estampado que tenía; que una señora le había pedido talla 44, pero que ella le había entregado un vestido 46 para probarse y de todos modos le había roto el cierre porque a lo menos le cabía uno de talla 50, era gorda, enorme, y ...

- Amor, yo necesito que hablemos del futuro, de los niños, de mi estado mental...

- Sí, pero espérame un poquito, ya vengo.

Me quedaba nuevamente solo, meditando, sufriendo.

Pensaba: ¿qué cosa tan mala habré hecho yo en mi vida?, ¿por qué Dios me castiga tanto?

Más tarde me dormía, pues imaginaba que ya no vendría para conversar. Sin embargo, las veces en que estaba despierto cuando ella venía a acostarse, yo comenzaba a decir, intentando hacerlo calmadamente, un pequeño discurso, uno de los que ella llamaba mis sermones, pues quería dejar en claro cuál debe ser el comportamiento de cada miembro de una familia si se desea que exista unión y armonía familiar.

Durante el día algunas veces intentaba leer. Sentía en esas ocasiones que no entendía la página que acababa de leer, de modo que la leía nuevamente, con el mismo resultado. Me preguntaba qué sería lo que pasaba, cuál sería el motivo de no entender. Entonces comprobaba cuidadosamente si efectivamente comprendía el significado de las palabras, y ciertamente cada una de ellas era comprensible para mí. Entonces, ¿por qué?

Me cansaba de leer una y otra vez la misma página sin que me quedara claro el sentido de la historia. Temía entonces que efectivamente me hubiese quedado tonto. ¿Será para siempre? ¿No podré volver a trabajar? ¿Quién ganará el sustento para mi familia?

Angustia. Pensamientos negros, terribles.

No sirvo para nada. ¡Dios no me quiere!

Sé que me comporté mal muchas veces, pero sinceramente no recuerdo haberlo hecho nunca para dañar a alguien. Siempre, por el contrario, estuve especialmente alerta para evitar que mis conductas pudiesen significar daño, de ningún tipo, a ningún ser humano.

Claro que nunca me acerqué a Dios. Yo no fui especialmente religioso... ni siquiera religioso a decir verdad. Pero tuve mis sacramentos y no fui malo. Nunca fui malo, nunca tuve malas intenciones.

Pese a todo, en esa época mi comportamiento exterior, desde el punto de vista de los demás, era bastante normal. Creo que todos, o la mayor parte de mis problemas, nacían del hecho de estar solamente pensando, y pensando exclusivamente en mi condición de salud, durante todos los momentos en que estaba despierto, sin desarrollar jamás otra actividad.

Pensaba, imaginaba, intentaba conocer el futuro, saber qué pasaría con mis seres queridos; y entonces surgía la incertidumbre, con lo que venía la angustia y el desaliento.

Uno de mis pensamientos más recurrentes estaba relacionado con la duración del período de mi convalecencia. Tenía la convicción de la necesidad de esperar seis meses para la recuperación total.

Entonces buscaba una forma de comprender la real magnitud de ese período, para tener claro hasta qué punto debía ser paciente y perseverante en la espera.

Por ello, buscando una forma de visualización que me permitiera asemejar la situación a algo fácil de comprender en términos vivenciales, saqué la siguiente cuenta: según lo que recordaba de mis enseñanzas escolares, un diez-millonésimo de cuadrante de meridiano terrestre es lo que se definió como patrón de medida de longitud para el sistema métrico decimal; es decir, eso es un metro.

Entonces el cuadrante completo mide precisamente diez millones de metros, o lo que es igual, diez mil kilómetros. Esto significa que la longitud completa de un meridiano terrestre es cuatro veces esa magnitud, o sea, cuarenta mil kilómetros.

Por otra parte, si una persona debe viajar a pie, sin otro medio de transporte, puede recorrer, caminando sin prisa exagerada, unos seis kilómetros en una hora. Por lo tanto, andando unas dieciséis horas diarias, recorrerá alrededor de 96, es decir, cerca de 100 kilómetros por día.

Debido a que en seis meses hay alrededor de unos 180 días, en seis meses se puede avanzar, sin apuro excesivo, unos 18.000 Kilómetros, es decir, 18/40 partes de la circunferencia terrestre, esto es, un 45% de su longitud total.

De acuerdo a esos pequeños cálculos, la espera podía dimensionarse en términos vivenciales como el esfuerzo, o mejor dicho la paciencia, de caminar -dejando a un lado las dificultades anexas tales como el cansancio, las penurias alimenticias y climáticas, las posibles picaduras de insectos, etc.- desde la Cuidad de Santiago hasta el extremo Norte de Alaska.

Me planteaba entonces desde este punto de vista la situación: si estando en Santiago de Chile uno ansía llegar a Alaska, tiene urgencia emocional por hacerlo ¡ahora!, y no tiene otra forma de llegar allá que sus propios pies, debe decidirse a caminar. (La situación no tiene otro remedio posible).

Entonces debo seguir caminando, sin apuro, pacientemente, ya llegaré.

Las pocas oportunidades en que conversaba con alguien, sin embargo, ya fuese telefónicamente o con quienes me visitaban, mi comportamiento era bastante normal, lo que les hacía comentar lo bien que me encontraban.

Un día vino Esteban, estando yo acostado en mi cama. Conversamos, y luego de algún tiempo él comentó a mi esposa lo bien que me encontraba. Ella respondió que sí, en general, pero que todavía me quedaban algunas locuras.

Yo me sentí atacado. ¿Cuáles locuras? Así lo manifesté.

- La de los piojos, por ejemplo, dijo ella.

Entonces indiqué que ésa no era ninguna locura, que era absolutamente real, y que por lo demás era fácilmente demostrable.

Mi hermano se mostró interesado, de modo que procedí de inmediato a tantear mi cabeza, hasta tocar uno.

Dije entonces, triunfante:

- Esteban, ven, pásame tus dedos. Toca aquí y dime qué es esto, para que veas que no es locura.

Esteban vino, puso sus dedos sobre mi cabeza y yo los dirigí hasta el lugar que me interesaba. Dije entonces:

- ¿Ves?, ¿qué crees que es eso?

- Acerca tu cabeza a la lámpara, me replicó. Déjame examinarte.

- Puse la cabeza donde él indicó. Me observó y luego de un momento señaló:

- Son los puntos que tienes en la herida.

- ¿Cuál herida?

- La que te hiciste en la cabeza con el accidente.

- (¿ ... ?).

Nunca nadie me dijo que en el accidente me había hecho alguna herida en ninguna parte, ni menos que me habían puesto puntos quirúrgicos para cerrarla.

Recordé que en el hospital me arranqué a tirones uno de esos puntos, con el objeto de mirarlo y entender qué era; que salió ensangrentado y pegado a mis pelos, con mucho dolor, y que no era igual a la imagen de los piojos que yo tenía... pero que entonces había supuesto que era un extraño piojo que succionaba mi sangre para alimentarse, y que perfectamente podía tratarse de una variedad desconocida para mí. (Después me extrañó encontrarme con la cabeza envuelta en vendas de género).

¡Ahora sí entendía!

Nunca más volví a mencionar, salvo como anécdota, la historia de mis piojos.

Estaba en el patio de mi casa, mirando cuidadosamente todo lo que me rodeaba y deseando observar algo que llamara mi atención para distraerme con ello, en la esperanza de conseguir, si así ocurría, desligarme de la constante y desesperante percepción de la lentitud con que realmente transcurre el tiempo cuando se está especialmente atento a ello. Pensaba que si podía desprenderme de esa nítida percepción, lograría que el devenir de los minutos me fuese indiferente, y así el tiempo pasaría más rápido.

Durante este recorrido visual me fijé en los cables que yo mismo había instalado quizás diez años atrás, cuando compré una pieza prefabricada de madera para instalar un dormitorio de servicio.

Esos cables, que eran necesarios para proporcionar energía eléctrica a la habitación, salían de una esquina de la casa principal y estaban tendidos, sin ningún soporte intermedio, hasta la pieza de madera ubicada a unos cinco metros de distancia.

Mirando los cables recordé cómo los había instalado: subiéndome al entretecho y conectándolos a otros conductores eléctricos que allí encontré, perforando enseguida las tablas que conforman el alero y pasando por allí los cables, que luego enrollé con un par de vueltas a unos aisladores de cerámica que había atornillado debajo del alero, y desde allí directamente hasta otro par de aisladores empotrados por mí en la pieza de madera.

Pensé que después de tanto tiempo seguramente ya estaría quemado, partido o dañado el recubrimiento protector de los cables, pues habían estado esos diez años expuestos directamente a la lluvia y el sol.

Continuando mi raciocinio, supuse que en esas condiciones bastaría algún contacto entre ambos cables, provocado por cualquier movimiento, para que se produjera un cortocircuito. Que si se producía realmente algún cortocircuito y no saltaba el fusible automático, más antiguo aún, se produciría un recalentamiento de los cables que seguramente provocaría un incendio. Que dicho incendio comenzaría en el tendido de los cables a través del entretecho en esa esquina de la casa, que precisamente está ubicada sobre el dormitorio de los dos chiquitines (mis hijitos más pequeños).

Más tarde, al acostarme para pasar la noche, recordé estos pensamientos. Imaginé que el viento bamboleaba los cables y que ellos se tocaban. Que se producía un cortocircuito. Que se recalentaban los cables en toda su extensión, incluyendo la parte de ellos ubicada en el entretecho. Que comenzaba el incendio. Que el fuego estaba en esa esquina de la casa. Que crecía, produciendo un fuerte ruido. Que los niños chicos salían gritando aterrorizados de su dormitorio ubicado en esa esquina y llegaban corriendo hasta mi pieza. Que yo gritaba con fuerza para avisar a las dos niñas mayores, urgiéndolas para que huyeran rápido hacia el patio. Que la magnitud del fuego crecía rápidamente, hasta el punto que ya era imposible salir también hacia el patio con los dos pequeños por la única puerta existente, ya que el fuego abarcaba completamente el pasillo al que comunicaba dicha puerta.

Que entonces pensaba en que yo tenía que sacar a los niños a través de la ventana, pero al instante recordaba que las ventanas de la casa tenían barrotes de fierro contra robos. Que por consiguiente tomaba con mis manos dos de los mencionados barrotes, aplicando toda mi energía en un intento por separarlos, con el objeto de dejar espacio suficiente para liberar a los niños por allí. Que el intenso esfuerzo desarrollado resultaba totalmente inútil, pues ni siquiera conseguía con ello doblar un poquito las barras metálicas. Pero que entonces recordaba que cuando yo era niño sabía que si por algún lugar me era posible introducir la cabeza, sin duda también podría pasar todo el cuerpo.

Probé, para averiguar si mi cabeza cabía entre los barrotes... No cabía.

Angustia, desesperación.

Probé con la cabeza de mi compadre, que sí cabía, sin embargo no logré pasar su cuerpo. Lo intenté, pensando que si conseguía sacarlos al exterior les diría que corrieran hasta la calle. Que yo quedaré atrapado y moriré quemado, pero todos los niños estarán a salvo ya que las dos mayores están en el patio trasero y los pequeños habrán alcanzado la calle. Que mi esposa tampoco está en peligro ya que aún no ha regresado de la tienda, de modo que cuando ella llegue, los cuatro niños se encontrarán con su mamá.

¿Y si no consigo sacarlos por entre los barrotes?

Me di cuenta entonces que no era real, que sólo estaba imaginando la situación. ¡Pero qué real lo sentí!

Aún tembloroso por la pesadilla imaginada, salí al patio trasero para revisar los cables, casi con la certeza de encontrar un cortocircuito comenzando. No ocurría nada de ello y volví a la cama... pero seguí sufriendo mentalmente hasta que llegó mi esposa. Le conté todo apresuradamente antes que pudiera decirme de los vestidos, etc.

Cuando ya había transcurrido unos cinco meses desde la fecha de mi accidente, Pablo, el dueño de la empresa en que yo era Director Técnico y según él su brazo derecho, habló con mi esposa telefónicamente para decirle que ya era conveniente que yo comenzara a concurrir al trabajo, aunque no fuera más que durante una media hora cada día, con el objeto de acostumbrarme nuevamente a la vida laboral.

Comencé a hacerlo, pero del brazo de mi esposa, que me acompañaba hasta la oficina y me pasaba a buscar media hora más tarde.

Llegando a la empresa, ella me acompañaba hasta dejarme sentado en mi escritorio. En el trayecto saludaba a quienes encontraba en los pasillos o en los recintos de secretaría. Muchos de esos compañeros de trabajo entraban después a mi oficina privada para conversar y conocer mi estado de salud, tema que los primeros días ocupaba casi por completo mi media hora de permanencia.

Una vez que mi señora y compañeros de trabajo se retiraban y yo quedaba solo, tomaba café, sentía frío, miraba las murallas. Hurgueteaba los cajones del escritorio, leía algunas frases escritas en algún documento cualquiera que allí encontraba. Conversaba con mis subalternos, especialmente de mi accidente, hasta que ella llegaba a buscarme y nos íbamos a la casa, yo tomado de su brazo para no caerme.

Un día creí necesario retomar el proyecto más importante que tenía entre manos antes del accidente, por lo que pedí que se citara a todo el personal que ahora trabajaba en él para el día siguiente, a una reunión en mi oficina.

Durante la reunión se expusieron las dificultades por las que atravesaba el desarrollo del proyecto en ese momento. Había varios aspectos que requerían tomar decisiones. Yo no logré entender exactamente las situaciones ni los problemas. Menos aún pude imaginar qué decisiones tomar.

Me comencé a sentir mal. Pedí permiso para salir al baño y me retiré de la reunión por un momento. Una vez fuera de la oficina efectué unas diez inspiraciones profundas, esperé unos instantes y luego regresé. Pero estaba mareado y no entendía nada.

Afortunadamente vino mi esposa a buscarme, haciendo señas de saludo a través de los vidrios desde fuera de la oficina. Un colega que la vio salió de la sala y le dijo que me llevara a la casa, pues yo no estaba bien.

Ya en casa pensé que mi vida se había terminado. Que nunca más sería capaz de entender nada, que estaba tonto, que no podría realmente ser útil en ninguna actividad laboral.

Esa noche pensé que si salía en las tinieblas después del toque de queda, que suponía aún existía, conduciendo el auto chico que todavía estaba estacionado en mi casa, y aceleraba sin hacer caso de las señales de alto que me darían, seguramente me ametrallarían y así terminaría mi angustia, sin que los niños supieran nunca que su papá se suicidó.

Se lo dije nerviosamente mi esposa.

Creo que notó mi angustia, se preocupó y llamó por teléfono a mi hermano Carlos, el psiquiatra, quien le manifestó que me llevara lo antes posible a ver al médico que me atendía, pues sin duda estaba desarrollando una depresión, enfermedad responsable de la mayoría de los suicidios que se producen en el mundo.

Fuimos. Mi esposa me llevaba del brazo, pues perdía el equilibrio al caminar. El médico recetó un antidepresivo que comencé a tomar ese mismo día. Descubrí que unos cinco minutos después de tomarlos sentía sueño y me dormía profundamente.

Comencé entonces, diariamente, a esperar con ansias el momento de tomarlos, pues durmiendo no sentía el sufrimiento de estar vivo. No obstante siempre, unos instantes antes de quedarme dormido, sentía la rebelión interna de quien no desea resignarse a esa suerte. Es tonto esperar que la vida se pase rápido para no sentirla, ojalá durmiendo, pues entonces es como haber nacido para esperar la muerte.

¡Tengo que encontrarle sentido a mi vida!, tengo que lograr saber para qué estoy yo en este mundo.

Sentía rabia, pues era como si todo el universo se hubiese confabulado en mi contra. Sentía que, sin decirlo, todos los seres eran mis enemigos aunque yo no hubiese hecho nada en su contra. Entonces pateaba de impotencia sobre la cama.

Durante el tiempo de mi depresión dejé de ir a la empresa, después de haber asistido por una media hora al día por alrededor de un mes.

La depre duró unos tres meses, es decir, hasta unos ocho o nueve meses después del accidente, tiempo durante el que mi alivio consistía en el sueño que me provocaba el remedio, de modo que todos los días estaba a la espera, desde que me despertaba en la mañana, del momento de tomarlo para ir nuevamente a dormir. Sin embargo en mis oraciones pedía al Papá Bueno que me iluminara para descubrir el objeto de estar vivo, para conocer mi misión en este mundo.