lunes, diciembre 04, 2006

II. DESPERTANDO (…Tercera continuación)

II. DESPERTANDO (…Tercera continuación)

Cuando hubo terminado el período de la depre, otra vez por insistencia del dueño de la empresa, que hablaba telefónicamente con mi esposa para decirle que yo debía volver al trabajo para recuperarme más rápido, comencé a asistir nuevamente, pero ahora durante una media hora en las mañanas, de 12:00 a 12:30 horas, y otra media hora en las tardes, de 17:00 a 17:30.

A las 12:30 me dirigía caminando hasta la casa de mamá, que estaba cercana a las oficinas de la empresa, con la incómoda sensación de suponer que todas las personas que se cruzaban en mi camino notaban mi estado y pensaban que yo era un imbécil.

En la casa de mamá almorzaba y luego tocaba la guitarra de Abelardo, mi hermano menor, hasta que volvía nuevamente a la empresa en la tarde para sentarme en mi escritorio, aunque alguna vez conversaba con alguien acerca de cualquier tema intrascendente, tomar café, mirar papeles y luego volver a mi casa, viajando para ello en un colectivo cuyo recorrido pasaba cerca y me dejaba en la esquina. Ya no era necesario que mi esposa me llevara del brazo, porque pese a que aún tenía pérdidas de equilibrio, podía mantenerme de pie si caminaba con cuidado, lentamente.

Una vez allí pasaba el tiempo pensando. En esa forma descubrí que mi dificultad para entender lo que leía no correspondía a un problema de falta de capacidad de entendimiento, sino a incapacidad de retención. Esto hacía que en el momento de leer una línea del texto ya me hubiese olvidado de lo leído en la línea anterior, y por lo tanto no lograba entender el sentido completo de los relatos.

Pensaba entonces que mi principal necesidad sería recuperar mi capacidad de memoria, y para ello debería practicar intentando memorizar algo y ser capaz de repetirlo después. Con esa idea, en las tardes tocaba mi guitarra con la intención de reproducir lo mismo que hice a mediodía en la guitarra de Abelardo en casa de mamá.

Recordé que tenía unos libros con ejercicios simples de música clásica para guitarra, de modo que los busqué y comencé a descifrar y transcribir las notas hacia su lugar en el diapasón, memorizando qué dedo de la mano izquierda debía usar para obtener la nota correspondiente, oprimiendo en cuál traste del diapasón, y qué cuerda debía pulsar, con qué dedo de la mano derecha, para reproducir el sonido.

Conseguía de ese modo aprender unas diez notas en la tarde, hasta que llegaba mi esposa, comíamos y me iba a dormir, pidiendo al Señor capacidad de comprensión para conocer mi rol en la vida.

Ya podía dormir profundamente y sin interrupciones durante unas siete horas cada noche. En cambio ella dormía mal, tenía insomnio. Se lamentaba casi todas las mañanas de haber pasado la noche en blanco. Estaba de peor carácter que nunca. Rezongaba, peleaba a gritos con los niños.

Durante ese período en que mi licencia médica se renovaba mes por mes, pues así las extendía el médico, continuaba recibiendo mi asignación por incapacidad laboral, cuyo monto se calcula en base al sueldo oficialmente establecido, y que por la forma de pago que yo había aceptado a proposición de Pablo, esto es, una parte como sueldo de la empresa y el resto como honorarios profesionales que me pagaba otra sociedad de su propiedad; sólo equivalía a una cantidad entre la cuarta y la quinta parte de mi ingreso habitual antes del accidente.

Naturalmente entregaba a mi esposa el monto completo de esta asignación mensual, pues ella debía administrar los gastos de la familia.

Todos los días, después de la media hora matinal de oficina, llegaba a la casa de mamá y tomaba la guitarra, para repasar las diez notas que había aprendido la tarde anterior en mi casa. Conseguí de este modo, practicando dos veces al día, aprender un ejercicio completo. Y comencé con otro.

Un día cualquiera, cerca de nueve meses después del accidente, estando en la media hora matinal de oficina, Pablo comentó que sería bueno que yo comenzara a desarrollar algún trabajo, para lo que podía usar unos computadores pequeños que había en la empresa. (Eran unos de los primeros computadores personales que se conocieron en nuestro país). Habían diseñado en la Empresa un sistema de remuneraciones completo, aplicable a cualquier organización, cuyos programas computacionales yo podría confeccionar.

Cuando señalé que yo no era programador de computadores, me recordó que el año anterior yo había diseñado y programado un completo modelo de simulación financiera para una gran empresa cliente de nuestra oficina, de modo que sí podía hacerlo.

Pregunté entonces en qué lenguaje se programaban esos nuevos microcomputadores, informándome que en BASIC. Respondí entonces que el modelo anteriormente mencionado lo había hecho en FORTRAN, para un computador grande, y que de BASIC y microcomputadores yo no sabía nada. (Era el año 1982, en que recién se estaba introduciendo en nuestro país la tecnología de microcomputadores, Computadores Personales o PC's, como se comenzaron a denominar después).

Pablo señaló que él me podía facilitar un manual de BASIC, con lo que se podría obviar el problema.

Comencé pues, en las dos medias horas diarias en que permanecía en la oficina, a leer el manual y la documentación en que se especificaba el diseño del sistema a programar. Dicho diseño constaba de unos treinta programas.

Escogí uno que me pareció más sencillo, e intenté comenzar a escribir el programa, dedicando totalmente a ello mis dos medias horas diarias de trabajo. Al cabo de dos semanas, es decir, después de unas diez horas de trabajo, ya estaba funcionando, por lo que abordé otro, que esta vez me llevó unas tres semanas adicionales.

Mientras tanto, mis dos sesiones diarias de práctica en la guitarra me habían permitido ser capaz de interpretar ya unos ocho o nueve ejercicios completos, de memoria, sin ver ninguna anotación escrita.

Por otra parte ya me había sido posible leer una novela completa, tipo best-seller, todo lo que indicaba que estaba mejorando mi capacidad intelectual.

Nuevamente el médico extendió una licencia por otro mes, la que presenté a Pablo para que el Departamento Administrativo hiciera los trámites correspondientes y así poder recibir a fin de mes la asignación de incapacidad laboral a que tenía derecho.

Había comenzado el tercer programa computacional, que era más complejo que los anteriores, y entre pruebas, errores que me costó identificar, correcciones y nuevas pruebas hechas en las dos medias horas diarias de oficina, pasaron otras cuatro o cinco semanas. Estaba entonces a unos once meses del infortunado accidente.

Un día lunes mi esposa dijo que ella iría a mi oficina a conversar con Pablo, pues él la había llamado telefónicamente por algo muy importante que le diría personalmente a las 13:30 hrs. Yo quedé muy intrigado. ¿Por qué no me lo dice a mí, cuando nos encontremos sin duda hoy en el trabajo? ¿Por qué tiene que decirle nada a mi esposa, que no tiene ninguna relación oficial con la empresa?

No quise pensar más el asunto, pues inconscientemente prefería evitar que aumentaran mis preocupaciones. Sin embargo, pedí a mi esposa que me contara en detalle esa tarde, una vez que regresara a casa, todo lo que conversara con Pablo, y que por favor intentara no olvidar ningún aspecto de la conversación.

Fui a la oficina, continué depurando mi programa, almorcé con mamá, practiqué la guitarra, volví a la oficina a continuar mi tarea, me fui a la casa, practiqué la guitarra y llegó mi señora.

Quiso de inmediato, cosa extraña, conversar conmigo. Temblorosa me contó que Pablo le había dicho que yo estaba mentalmente incapacitado; y que esa incapacidad era de tal magnitud que justificaba una jubilación por invalidez mental, de modo que como esposa y representante legal, ella debía firmar los documentos que él puso sobre su escritorio, y llevarlos enseguida a la AFP para hablar con el señor N. N., que la estaría esperando para recibir esos documentos firmados por ella.

Con ello yo obtendría una pensión vitalicia, que según los cálculos de Pablo sería del orden de la quinta parte de mi anterior ingreso mensual, con lo cual él pensaba podríamos vivir sin demasiadas aflicciones. Dijo además que yo era un buen jugador de tenis, de modo que podría dedicarme en el futuro a hacer clases de ese deporte y así llenaría mi vida.

Explicó que para tener derecho a esa pensión de invalidez se requería haber perdido un setenta y cinco por ciento de capacidad. Que yo, el año anterior, había hecho un programa complejo en dos semanas. (Se refería al modelo de simulación financiera al que ya hice referencia más atrás). Y que ahora llevaba ocho semanas sin terminar un trabajo que tenía la mitad de esa dificultad. Por lo tanto, si mi anterior capacidad semanal de trabajo era igual a la unidad, lo que podría hacerse equivalente a dos dividido por dos -doble dificultad dividido por dos semanas-, la actual era sin duda mucho peor, ya que llevaba ocho semanas para hacer la tercera parte de un trabajo de simple dificultad.

Entonces mi capacidad actual se podía calcular como un octavo multiplicado por un tercio -simple dificultad dividida por ocho semanas y multiplicado por la tercera parte del trabajo-, es decir, ahora tenía una veinticuatroava parte de mi capacidad anterior.

En consecuencia la pérdida de mi capacidad, matemáticamente hablando, era equivalente a uno (capacidad anterior) menos un veinticuatroavo (capacidad actual); es decir, había perdido con el accidente las veintitrés veinticuatroavas partes de mi anterior potencial intelectual, o sea, aproximadamente un noventa y seis por ciento de pérdida.

Ella no quiso firmar nada; lloró y dijo que yo no aceptaría nunca trabajar como entrenador de tenis. Que yo era ingeniero y que Pablo no conocía el nivel de orgullo profesional e intelectual que yo tenía. Que eso sería acabar conmigo; y que ella no podía hacerme tanto daño.

Pablo le replicó que todo lo dicho por él ya había sido conversado con el médico, el mismo que me atendía y extendía mis licencias; y que él estaba de acuerdo.

Ella no quiso hacer nada más, de modo que manifestó a Pablo que me comunicara personalmente todo el asunto, ya que ella no intervendría más.

Al día siguiente fui a conversar con Pablo. Le manifesté mi extrañeza por no haber conversado directamente conmigo, pidiéndole que me repitiera lo dicho a mi esposa.

Accedió, diciéndome que efectivamente él notaba una disminución importante de mi capacidad, para lo cual recordó, no sé si acertadamente, toda mi gran capacidad anterior, destacando mis logros y dedicación al trabajo, para compararlos con la situación actual, que obviamente era muy inferior.

Tuve dudas. No sabía si creer que estaba ya acabado y debería jubilar por incapaz, o si aún debía terminar mi recuperación para estar en condiciones de demostrar que era tan capaz como antes (o quizás más, llegué a pensar). Dije entonces que tendría que conversar con el médico para tener una opinión autorizada, de modo que más adelante le daría mi respuesta.

Volví a la casa y pensé toda esa tarde.

¡Qué incertidumbre sentía!... ¿Seré tonto definitivamente?

Me puse pruebas, resolví problemas de matemáticas que yo mismo inventé. Toqué la guitarra y pude comprobar que era capaz de recordar, de memoria y sin ayuda escrita, alrededor de veinte páginas de música. Saqué la cuenta: cada una de esas páginas constaba de alrededor de diez líneas de pentagrama, cada una de las cuales contenía aproximadamente siete compases, y en cada compás había un promedio de estimado de ocho notas. Entonces era capaz de recordar, de memoria y en la secuencia correcta, unas once mil doscientas notas (ocho notas por siete compases, por diez líneas y por veinte páginas).

Esa noche llamé por teléfono a Carlos, mi hermano psiquiatra, y le conté el asunto. Dijo que lo fuera a visitar al día siguiente para conversar la situación.

Fui y conversamos. Dijo que lo mejor para estar seguros sería que me sometiera a una evaluación de capacidad intelectual. Para ello debería consultar a un psiquiatra especialista en esos temas. Que él hablaría con el médico adecuado y me confirmaría el día y la hora de la consulta.

Dos días después Carlos me avisó sobre la fecha y hora en que debía acudir al médico, señalando también su nombre y dirección.

Fui a verlo. Conversamos. Le conté todo lo que me pareció relevante. Me hizo preguntas, tomó notas, habló por teléfono con una señora y finalmente me contó que él se iba de vacaciones, pero que pidiera hora a la psicóloga con la que él acababa de hablar por teléfono. Me indicó su nombre y fono.

También señaló que él volvería en dos semanas, plazo en que ya estaría terminado el trabajo de la psicóloga, y entonces me entregaría el informe final de la evaluación.

Pedí hora y fui a ver a la psicóloga. Conversamos y luego me pidió que pasáramos a una oficina contigua. Allí dijo que me sometería a una serie de pruebas, de las que haría solo una parte ese mismo día, ya que el resto se efectuaría en la próxima sesión, que se llevaría a efecto durante la semana siguiente. Dijo también que los exámenes eran contra reloj, de modo que debía intentar responder las preguntas rápidamente, pero que era preferible tomar más tiempo y no entregar respuestas erróneas por apuro.

Una vez que supo que yo tenía claro el procedimiento, comenzamos la primera prueba, que contesté al parecer en menos tiempo que el estándar y correctamente. Pasamos a la segunda, a la tercera y a la cuarta pruebas. Luego me despidió, no sin antes indicarme el día y hora de la próxima sesión, que anoté cuidadosamente.

A la semana siguiente volví y me sometí al resto del examen. La psicóloga comentó que le parecía, antes de haber revisado las respuestas a las pruebas rendidas, que yo no tenía ninguna posibilidad de obtener tal pensión por invalidez mental, pues para ello debía obtenerse una aprobación de la comisión médica que designara la Superintendencia de AFP, y según su parecer, dicha comisión no la aprobaría jamás, puesto que así, en forma preliminar y aún por confirmar, a ella le parecía que mi capacidad intelectual era incluso un poco superior a la normal.

Volví a visitar al médico anterior cuando él hubo regresado de sus vacaciones. Me comunicó que ya había recibido los antecedentes de la psicometría, de modo que tenía preparado el informe final. Lo firmó, lo puso en un sobre y me lo entregó, deseándome suerte mientras nos despedíamos.

Al salir, con nerviosismo abrí el sobre y leí ansiosamente su contenido. Indicaba un C.I. de 118, ¡equivalente a una inteligencia normal brillante!

Me fui a casa y dormí como lo haría un lirón después de una semana de trasnochadas, culminadas por un día completo de agotador esfuerzo físico y mental.

Posteriormente, al analizar mentalmente el asunto, pensé en lo equivocado o malintencionado del raciocinio anterior de Pablo, ya que si efectivamente sus cálculos eran correctos, y ellos indicaban que mi capacidad actual de 118 era de sólo un cuatro por ciento de la de antes del accidente -ya que según él la pérdida sufrida era de un noventa y seis por ciento-, mi C.I. anterior debió ser de 118 dividido por cuatro y multiplicado por cien.

En síntesis, antes del accidente debí haber tenido un Coeficiente Intelectual de 2.950, ¡superior a todas las inteligencias que existieron en la humanidad a través de todos los tiempos! Me quedó claro entonces que Pablo sólo buscaba un modo de librarse de mí sin tener que incurrir en ningún gasto relacionado con indemnizaciones ni nada por el estilo, y que para ello inventaba cualquier explicación que apareciera como racional... (¡Qué clase de persona era...!).

Al día siguiente llamé a Pablo, para acordar la hora en que podría ir a la empresa a conversar con él. Fijamos esa misma tarde, de modo que después de almorzar me dirigí a ella y conversé con Pablo, mi jefe, el dueño de la empresa.

Preguntó si ya me había decidido a jubilar.

Saqué el sobre del bolsillo y el informe de su interior. Leí en voz alta su contenido y dije a continuación que con ese antecedente me era imposible acceder a sus deseos, ya que además de atentar contra mis principios éticos, una solicitud en tal sentido jamás sería aprobada por una comisión médica, con lo que ella quedaría catalogada como un intento fallido y malicioso de mi parte por obtener una pensión vitalicia a costa del sistema previsional existente en nuestro país.

Señaló entonces que la empresa no tenía trabajo. Que se acababa de terminar un año desastroso, especialmente para la venta de servicios de consultoría en ingeniería. Que no había nuevos proyectos, y que los anteriores habían sido suspendidos por las empresas clientes. Que la recesión del año 1982 afectó fuertemente a la empresa (sólo entonces me enteré de la recesión, de la que no había tenido ningún antecedente), y finalmente, que si yo no jubilaba, él se vería obligado a despedirme.

Con esa explicación me di cuenta que todo el asunto de mi pérdida de capacidad, los llamados a mi esposa y la subsecuente angustia familiar, los cálculos de mi rendimiento mental anterior y su comparación con el vigente, la supuesta conversación de Pablo con el médico y el asentimiento de éste a la necesidad de hacerme jubilar por invalidez mental, etc., eran en definitiva argucias para evitar el pago de una indemnización por término unilateral e injustificado del contrato laboral.

Respondí afirmativamente, señalando que en verdad debía despedirme. Pero que me correspondía una indemnización. Y que además yo estaba bajo licencia médica, de modo que no era procedente ningún despido mientras ella durara.

Pablo manifestó que estaba de acuerdo, pero que la indemnización sólo me podría ser pagada a plazo debido a la mala situación económica de la empresa, aunque naturalmente con los reajustes correspondientes.

Calculé mentalmente y en cifras redondas cuánto me correspondía. (Un mes por cada año trabajado en la empresa, más dos períodos de vacaciones, más un mes por el plazo en que se debe dar aviso de término de contrato, todo multiplicado por mi renta líquida mensual aproximada a la fecha del accidente). Una vez efectuado el rápido cálculo mental, pregunté de qué monto de indemnización estábamos hablando, a lo que respondió con una cifra aproximadamente igual a la tercera parte del monto obtenido según mi propio cálculo.

Ante ello tuve un primer impulso interno de indignación, pero me contuve. Pensé que se avecinaba un nuevo período de matrículas escolares; que quizás cuánto tiempo más tardaría en encontrar un nuevo trabajo -sólo debido a mi situación personal derivada del accidente, pues no tenía presente las dificultades adicionales debidas a la recesión-; que en caso de no aceptar, el asunto se debería resolver en los tribunales de justicia, sin que yo pudiera en ese momento tener claro cuánto podría ello significar en gastos de asesoría legal. Que quién sabe cuánto tiempo transcurriría antes que recibiera ningún dinero. Que los niños necesitarían útiles escolares, ropa, etc. y que además se debía considerar los gastos correspondientes a las necesidades normales propias de la casa. Que más vale un pájaro en la mano...

Dije que sí.

Acordamos que nos reuniríamos al día siguiente del término de mi actual licencia médica, para acudir a la notaría más cercana a firmar el finiquito correspondiente.

En mi casa, unas dos semanas después, repasé mis compromisos y reparé en tenía una cita donde el médico justo el día anterior a la fecha en que acordamos reunirnos con Pablo.

Ese día fui a la consulta médica y el doctor estimó que ya estaba recuperado, pero que necesitaría un tiempo adicional de licencia -otros quince días- para disponer de la oportunidad de dedicarme a la lectura, al repaso de mis actividades anteriores con el objeto de ponerme al día, etc., de modo que extendió la última licencia -así lo recalcó- debida a las consecuencias de mi accidente. Con ella completaría casi exactamente trece meses y quince días de licencia médica.

A la mañana siguiente llamé a Pablo para comunicarle este hecho. Señalé que debido a ello no me sería posible por el momento firmar el finiquito que acordamos, y que por lo tanto no asistiría a la cita convenida. Pero que iría en dieciséis días más -un día Jueves-, correspondiente al primer día en que ya no habría licencia vigente. Insistí en que ya no habría otra, pues así lo había recalcado el médico.

Pablo estuvo de acuerdo, de modo que pasé esos quince días ocupado en las tareas que recomendó el facultativo, e intentando además lograr progresos en la guitarra, hasta que fui capaz de recordar los veintitrés ejercicios del libro de música. (Naturalmente procuraba además conseguir interpretarlos en buena forma).

Durante ese lapso también ocurrió que insistentemente, y obsesivamente según la forma en que hoy puedo analizar los recuerdos de aquella pertinaz interrogante que no me dejaba ningún espacio de tranquilidad, hice esfuerzos mentales deseando encontrar alguna idea que iluminara mi entendimiento y me permitiera descubrir el por qué de mi existencia.

No podía aceptar la idea que los seres humanos nazcan, vivan y mueran sólo por causas bioquímicas, sin que se requiera ninguna otra explicación. No lograba estar de acuerdo con el pensamiento de la innecesidad de razones para justificar la realidad de la vida humana; no sólo en general, sino más allá: la de cada hombre y mujer en particular.

Estaba convencido que cada individuo está puesto en este mundo para desempeñar algún rol en el desarrollo de la humanidad, sea activa o pasivamente, con notoriedad o en silencio, en forma destacada o sencilla y humilde, pero no concebía el paso "sin sentido" por la vida.

En el intenso, agotador y fundamental esfuerzo intelectual realizado esos días, (fundamental para mí en ese entonces, ya que verdaderamente creía necesitarlo para seguir viviendo, tal como necesitamos comer o respirar), no estaba ausente la idea que formé en algún momento de mi infancia o adolescencia, en el sentido que durante mi permanencia en este mundo yo haría algo importante, noble y trascendente, aunque nunca imaginé siquiera en qué cosa, tipo de actividad, trabajo, actuación o pensamiento se concretaría. (Pero tenía la profunda convicción que sería así).

Con este trasfondo mental, y dadas las circunstancias que en ese momento condicionaban mi realidad, sentía frustrada la posibilidad de lograr alguna vez dicha realización.

Entonces ya no sería posible cumplir mi papel, y sentía en consecuencia el fracaso de mi ser. El más absoluto y categórico fracaso que puede tener un ser humano, es decir, el no cumplimiento definitivo de su misión vital. Lo planteaba como algo en blanco y negro, algo que se hace o no se hace: se cumple o no.

Haber recibido el don de la vida exclusivamente con la condición de efectuar determinada tarea... y no llevarla a cabo. Ni siquiera comenzarla.

Irresponsabilidad. Negligencia. Falta de...

Pobres hijos míos. Pobre de mi esposa. Haberles correspondido un papá y marido tan rotundamente inútil, pues no es sólo que haya fallado en alguna actividad o desaprobado alguno de los capítulos que constituyen una existencia, sino que sencillamente no fui capaz de cumplir o aprobar el resumen, el conjunto, la integridad, el examen final, la médula de mi existencia.

El total de mi vida fallido.

No me conformé. Lo sentía tanto por ellos. Tenía que haber alguna forma de lograr al menos, una vez terminado mi período de vida, que me recordasen con cierto orgullo.

Debía lograrlo: sería el mejor papá y marido que pudieron tener.

¡ ¡ ¡ Ahí estaba mi rol ! ! !
¡ ¡ ¡ Para eso nací ! ! !

Las personas adquieren conocimientos mediante diversos mecanismos, uno de los cuales corresponde a la educación, que puede ser en las aulas o recibida desde sus propias familias o relaciones, especialmente de enseñanzas entregadas por los padres. Pero si los conocimientos necesarios no se reciben de ese modo, perfectamente es posible obtenerlos mediante otras formas, por ejemplo el estudio o la investigación personal.

Sin embargo, si en definitiva no se logran a través de ninguna de esas posibles formas, siempre se adquieren por medio de la imitación, aunque sea en forma inconsciente, de los modelos observados durante la vida.

En general nadie le enseña a uno a ser padre, ni tampoco nadie, al menos entre la mayoría de las personas comunes, se dedica a la investigación para aprender a serlo sin ayuda de otras personas. En consecuencia la gran mayoría de la gente aprende a ser padre o madre guiándose exclusivamente por lo que recibe como ejemplo y observa directamente de sus propios progenitores.

En consecuencia, ser el mejor papá y marido significaría que mis hijos así lo aprenderían; lo que por extensión y sucesivamente a su vez sería replicado por ellos en mis nietos, los hijos de ellos y sus hijos y nietos. Se transmitiría por generaciones y se multiplicaría en mis descendientes.

¡Ahora ya pude sentir que lo sabía!. Ya tenía claro el motivo de mi existencia. El Rol estaba claro y sin duda era noble, importante y trascendente.