jueves, septiembre 25, 2008

ANIVERSARIO



Resulta que hoy es la misma fecha que el día que me casé, y por lo tanto estoy de aniversario de matrimonio.

Es difícil no pensar en lo rápido que pasa el tiempo, y por consiguiente en lo rápido que se nos pasa la vida, cuando nos damos cuenta que ya es otro año más, y que desde esa fecha han pasado treinta y siete.

Hoy saludé a mi esposa cantándole el happy birthday, cosa que hago siempre que hay que celebrar algo, independientemente que sea o no un cumpleaños. (Por ejemplo el año nuevo, o la pascua , o el día de las madres, o etc.).

Claro que de acuerdo a nuestras circunstancias, nosotros vivimos en diferentres casas, y nos hemos conseguido llevar perfectamente bien de esa forma.

En resumen:


  • Me casé hace treinta y siete años.
  • Quiero a muchísimo a mi esposa.
  • Tuvimos cuatro hijos, que están sanos, contentos y manejando sus vidas adecuadamente.
  • Creo que puedo decir que somos una familia casi feliz.
  • Nos vemos semanalmente, los días domingo, en el departamento de mi esposa. (Ella prepara para toda la familia el almuerzo dominical).
  • Nos juntamos casi todos los días sábado para pasear, almorzar o tomar onces en algún restaurante o local comercial, pero principalnmente, para conversar y estar juntos algunas horas.
  • El resto de los días hablamos por teléfono, al menos tres veces cada en uno de ellos.
  • Muchas veces salimos juntos fuera de la ciudad para hacer viajes a la playa o a algún otro lugar, con el objeto de escapar de la rutina, estar juntos y hacernos cariño. En esas oportunidades lo pasamos siempre bastante bien.

  • Hoy cumplimos treinta y siete.

¡¡¡ FELIZ ANIVERSARIO. !!!

martes, agosto 12, 2008

CONSEJO IMPORTANTE

Desde hace varios años me he preguntado, ocasional pero reiteradamente, y ya en varias oportunidades, qué es lo que las personas deben hacer para dejarles algo significativo a sus descendientes.

Dejar algo para que no ocurra que el ego, la persona o personalidad propia, la humanidad nuestra: eso que nos hace sentir, pensar o decir: ese soy YO, llegue en definitiva a ser simplemente un detalle absolutamente insignificante en el trayecto a través del camino de las generaciones, de la línea genealógica de cada cual.


Creo que ello se debe a que de alguna forma, en la medida que el tiempo pasa, induce al inconsciente de cada uno de nosotros a que nos haga un tironeo de chaqueta. A que nos muestre con un gesto, con alguna señal de cualquier tipo. Con algo, en fin, que podamos percibir, de cualquier naturaleza, que nos advierta lo siguiente:


Amigo, date cuenta que el tiempo pasa, no te lo tomes tan a la ligera, piensa que posiblemente después no habrá nunca otra oportunidad, toma conciencia de ello y ponte las pilas, ya es hora de hacer algo para señalar tu presencia en el árbol genealógico... (de modo que al menos merezcas aparecer en él).


Entonces, con este pensamiento uno se estruja profundamente el cráneo para saber qué es lo trascendente o realmente importante que ha hecho o aprendido en la vida. Algo que de verdad sea digno de dejar como legado para las próximas generaciones. Y después de estrujarlo, en la mayoría de los casos realmente no encuentra nada de verdad relevante como para ello.


Y no es que uno no haya hecho nada medianamente importante, ni que su vida sea o haya sido tan pobre o despreciable. Tanto y hasta el punto que uno no tenga absolutamente nada que dejar.


No.

Por el contrario, uno puede haber tenido una vida sensacionalmente hermosa, plenamente satisfactoria, pero aún así no trascendente, y en consecuencia sin legado significativo. Simplemente la verdad de lo que ocurre es que resulta casi imposible haber hecho, pensado, planificado o imaginado algo que sea bueno y relevante y que realmente no haya sido antes hecho, pensado, imaginado o llevado a efecto por alguna otra persona de la humanidad.


¡Si son tantos miles de millones de personas que han estado pensando y actuando durante tantos miles de años!


  • ¿Para qué ha servido todo lo que aprendiste?

  • ¿O es que no aprendiste nada a lo largo de tu vida?

  • ¿No tienes nada que dejarle a tus hijos?


Entonces y en mi caso, luego de haber dejado registrado en otra entrada (post) de este blog, un texto que escribí después de un gravísimo accidente en automóvil que sufrí hace ya casi veintisiete años, en donde creí descubrir el sentido de mi vida luego de muy largos meses de agotadores y dificilísimos análisis mentales, llegando por fin a la conclusión de la necesidad de ser el mejor padre y esposo que realmente me fuese posible, y ojalá el mejor del mundo, con lo que conseguiría trascendencia, ya que los hijos e hijas aprenden a ser padres observando a sus propios progenitores y aprenden también de ellos a ser maridos y esposas, enseñanza que por réplica de hijos a padres y de ellos a sus hijos perduraría en el tiempo, me doy cuenta que las sensaciones de ahora son las mismas de entonces.


Deseo de trascender (?), pero no sólo en el sentido de procrear, que es el sentido instintivo de los seres vivos en general, sino en el sentido de las ideas, de las concepciones, de algo que uno haya concebido o pensado y que pueda ser dejado como una moraleja o consejo de verdad útil para el resto de la humanidad. Para el resto de los seres humanos que vienen después, para nuestros descendientes, para los que nos trascienden.


Y pensando en ello, uno se pregunta:


¿Qué tipo de cosas serán de mayor importancia para ellos, para los que vendrán, para otros que no serán básicamente diferentes sino iguales a nosotros y a los que fueron?. Y enseguida:


¿Qué tipo de cosas quisiera cualquier ser humano aprender?. Y a continuación,


¿Qué es lo que desea en general la mayor parte de las personas?, o dicho de otro modo, ¿qué es lo que quisieran todos los seres humanos?


Y viene la respuesta: Lo que todos buscan en esta vida (a lo largo de toda la vida de cada uno de todos los millones de seres que han sido y serán), es sin duda (¿adivinan qué?):


LA FELICIDAD.


Pero claro, no es posible dar un consejo que permita o produzca felicidad para todos quienes escuchen ese consejo, o legar algo que proporcione felicidad a todos los seres humanos de aquí en adelante, por el resto de los siglos.


Claro, de verdad eso es imposible.


Pero dentro de ese orden de cosas, siguiendo ese tipo de pensamientos, me parece haber descubierto en la vida algo que puede parecerse a ello.


No se puede ser feliz permanentemente, (o no todos pueden ser felices siempre). Sin embargo, cualesquiera grupos de ellos sí pueden estar contentos, al menos la mayor parte del tiempo, lo que será sumamente bueno si no es posible que lo logren permanentemente.


Para ello creo que tengo la receta: basta decidir firmemente que voy a estar contento, o contenta, es decir, content@.


Es una decisión que compete a cada uno, una decisión que en definitiva debo tomar yo mismo.


En resumen, creo que si no logramos la felicidad completa, pero conseguimos al menos estar contentos la mayor parte del tiempo, lo que es bastante similar y desde mi punto de vista plenamente satisfactorio, ya hemos obtenido el objetivo deseado. Por lo demás lo que planteo es algo absolutamente posible: se trata en definitiva un asunto de decisión propia.


Yo decido que voy a estar contento, y por lo tanto lo estaré.



  • ¿Por qué estás tan contento? podrán preguntarme.

-Porque sí.


  • Pero... ¿cuál es el motivo por el que estás contento?

-Por ningún motivo. Simplemente porque yo lo decidí así. Porque quiero estarlo. Porque se me dá la gana.


Aunque haya perdido la billetera anoche. Aunque esté resfriado, o incluso aunque esté realmente enfermo, voy a estar contento.


No estaré feliz si tuve una desgracia, pero podré sobrellevarlo mejor si así lo decido yo.


No me dejaré achacar. Estaré lo mejor posible. Incluso casi contento.


Pero tengámoslo claro: no estoy o estaré contento POR ello, sino PESE a ello.


¿Es eso una frivolidad?


¿Es un artificio inútil?


¿Es una estupidez?


Al menos para mí, NO.


Es la forma en que yo he logrado sentirme contento la mayor parte del tiempo durante los últimos veinticinco años de mi vida.


Y eso que nunca he sido rico, que es uno de los factores que habitualmente se consideran necesarios para ello. Ni siquiera me he acercado remotamente al concepto de riqueza.


Y eso que durante ese período se murió mi padre, mi madre y mi hermano mayor.


Y eso que tuve que separarme físicamente de mi esposa, a quien quiero mucho, para vivir en casas distintas.


Y eso que durante los últimos cinco de esos años me he puesto sumamente achacoso (o sencillamente achacoso no más) en la medida que han pasado los años.


Y eso que he bajado excesivamente mi nivel en el deporte, aspecto que cuando está presente suele ser motivo de alegría. (Al menos para mí lo era).


Y eso que me duele la espalda casi permanentemente.


Y eso que ya no soy capaz de resolver, ni siquiera acercarme a la resolución de un problema de matemáticas con la facilidad con que lo hacía cuando tenía la tercera parte de la edad que tengo ahora.


Y eso que etc., etc. etc. (y eso que muchos más etc.).



La Moraleja es la siguiente:



  • HAZTE EL PROPÓSITO DE ESTAR CONTENT@.


  • NO TE PREGUNTES POR QUÉ CAUSA: ES SIMPLEMENTE PORQUE TÚ LO QUIERES ASÍ.


  • MANTÉN PERMANENTEMENTE ESTE PROPÓSITO.


  • SI LO LOGRAS, ENSÉÑASELO A LOS DEMÁS.


  • SI NO LO LOGRAS, INTÉNTALO DE NUEVO, PERO CON MÁS FUERZA Y MAYOR VOLUNTAD.


  • ÉXITO. (Lo tendrás).

miércoles, julio 25, 2007

AMIGO



Era una tarde de verano, una de las muchísimas tardes que transcurrían en todos los veranos en que, naturalmente, me encontraba de vacaciones escolares, pues en mi querido Chile las vacaciones escolares, que separan un año escolar del siguiente, siempre son en verano. Entonces yo tenía unos doce o trece años de edad.

Las tardes de los veranos, (me refiero a aquellas tardes de verano que pertenecen a los días en que pese a ser verano no estábamos de “veraneo”, es decir, a los días en que uno con su familia no estaba de viaje fuera de la ciudad, “veraneando” o “de vacaciones”, para aprovechar las vacaciones escolares y los feriados legales laborales, que suelen coincidir en el tiempo, ya que se trata de la época en que resulta más grato “estar de vacaciones” y por lo tanto los padres piden estos feriados en sus trabajos en esa época), yo solía aprovechar la hora de la siesta para visitar la “Plaza Chica”, que quedaba a unas cuantas cuadras de mi casa.

En la Plaza Chica había una gran cantidad de árboles que daban abundante sombra, lo que hacía más agradable estar en ella, sobre todo en la hora de mayor calor, que se producía cerca de las 16 horas de cada día.

Pero la misma plaza tenía dos sectores de pasto, que aunque tenían algunas incrustaciones de matorrales de pequeño tamaño, dejaban sin embargo grandes espacios verdes, que por la certera distribución de los árboles, quedaban siempre al sol. Entonces, las áreas de pasto eran muy soleadas y las áreas donde se ubicaban los sillones o escaños de descanso, dispuestos de a cuatro por lado en un óvalo hacia el centro de la plazoleta, eran sombrías.

Era sumamente grato estar en esa Plaza en las tardes de verano, y también dormir una pequeña siesta recostado en el pasto, para lo que antes debía encontrar alguna sombrita que por casualidad estuviese cayendo en algún lugar sobre él.

Pero más grato que simplemente estar o dormir la siesta en la plaza chica, era observar a la Teresita, su prima Olga y una amiga, que también a esas horas de las tardes de verano tenían la costumbre de salir desde casa a “andar en bicicleta”. La casa de Teresita estaba ubicada al lado opuesto de la calle, frente a una de las esquinas de la Plaza (La esquina sur-poniente).

Entonces ese día yo estaba sentado en uno de los escaños, cuando entró a la plaza, en bicicleta, un muchacho de edad parecida a la mía aunque un poco mayor, que se detuvo, afirmó su bicicleta en el respaldo del asiento de madera, y después se sentó, en el escaño siguiente al que me sostenía.

No lo conocía, así es que no me distraje demasiado con su presencia, y continué observando a las niñas que en ese momento salían de la casa de Teresita.

Ellas terminaron de salir y, en lugar de alejarse por la calle hacia el sur como lo hacían habitualmente, vinieron pedaleando lentamente hasta el centro de la plazoleta (la Plaza Chica).

Se detuvieron en otro de los ocho escaños existentes, distribuidos en el perímetro del óvalo central de la Plaza, pero en uno de los cuatro que quedaban al frente de la posición que yo y el desconocido ocupábamos.

Conversaron trivialidades o asuntos que no me incumbían, a lo que no presté ninguna atención, y luego de algún rato subieron a sus bicicletas y se fueron pedaleando lentamente hacia el sur.

El muchacho recién llegado me habló.
Dijo: te gusta la rubia, ¿verdad?, y antes que yo alcanzara a contestar nada, dijo ¿por qué no las sigues en bicicleta y te haces amigo de ellas?

¡Pero si no tengo bicicleta!, protesté.

¡Usa la mía! me dijo, y me acercó el manubrio de su bicicleta.

La tomé, me subí a ella y me fui pedaleando tras las niñas.
Volví una media hora más tarde y él estaba ahí, sentado en el escaño, esperándome. Le devolví la bicicleta y le dije Gracias.

Ese muchacho ahora tiene algo menos de setenta años, y está casado con la prima de la esposa de uno de mis hermanos. Conoció a su esposa precisamente en la casa de ese hermano mío, cuando él estaba con su matrimonio reciente y su señora invitó por algunos días a vivir con ellos a su prima, la Silvita, desde fuera de Santiago.

Pero por sobre todo, y sin lugar a dudas, es el mejor amigo que tuve en mi vida.

Conoció y tuvo una estrecha relación de afecto con mi mamá y toda mi familia. Fue especialmente amigo de mis hermanos y yo conocí mucho a su madre, la señora Adriana, de igual nombre que la mía, y también a su padre, don Albino, a su hermano y sus dos hermanas.
Parrandeamos innumerables veces hasta que las velas ya no ardían.
Seguimos la fiesta muchas veces hasta la tarde del día siguiente.
Tuvimos cantidades de aventuras de todo tipo.
Casi todos los días de muchos años nos reímos a carcajadas con las ocurrencias del otro.
No pocas veces estudiamos, nos esforzamos y trabajamos juntos para ayudarnos en lo que fuera que el otro necesitara.
Pero principalmente conversamos. Sin tapujos. Nos contamos siempre todas las dudas y dificultades que tuvimos, y nunca, nunca, nos dijimos una mentira.

Jamás un engaño y ninguna falsedad a lo largo de toda una vida pueden certificar la calidad, así con mayúsculas, de este gran AMIGO mío.

viernes, diciembre 08, 2006

I. COMENZANDO (Relato de situaciones reales)

Las pondré por pedacitos, de a poco, por capítulos.
Los títulos de los capítulos de esta historia comienzan todos por un número, de modo que todas las entradas que no comiencen así no forman parte de ella, son temas aparte.

Aquí va el primero:



I. COMENZANDO

Antes de comenzar el relato de esta historia, me he planteado la inquietud de cuál será la actitud interior que debo asumir para que la narración resulte como yo quisiera: esto es, un relato convincente, que tenga la virtud de transmitir a quien lo lea la verdadera sensación de estar interiorizándose de vivencias reales.

Y que ojalá resulte fácil de leer, pues creo que su lectura será de mayor interés en la medida que al avanzar en ella, el contenido de las páginas anteriores esté presente en la memoria del lector. En resumen, mi deseo es que sea leído con pocas interrupciones y con la mayor fluidez posible.

La conclusión a que he llegado ante esta inquietud es que, primando sobre cualquier otra postura interior, debo ser descarnadamente honesto conmigo mismo, lo que estimo no me será demasiado difícil, puesto que esa característica ha venido rigiendo estrictamente la gran mayoría de las actuaciones más recientes de mi vida, (aunque creo que también las anteriores).

En atención a todo lo expuesto, comienzo por declarar que la historia corresponde íntegramente a situaciones reales, vividas y sentidas intensamente por mí.

Además confieso sinceramente que nunca pensé, a lo largo de todos los minutos que contienen mis más de 60 años de existencia, que alguna vez llegaría siquiera a imaginar la idea de escribir ninguna historia.

Por otra parte siempre he pensado que para efectuar una narración escrita es preciso tener una forma de pensamiento, una estructura mental capaz, además de encadenar adecuadamente las ideas para otorgar coherencia a la narración, de hacer uso del lenguaje de tal suerte que lo escrito refleje correctamente el conjunto de ideas que se pretende transmitir, que sea fácil de leer, y que ojalá resulte entretenido o ameno para quien lo lea.

Creo no tener la gracia de ser dueño de ninguna de esas virtudes: mi pensamiento, siendo lógico a ultranza, suele escurrirse hacia diferentes temas - especialmente cuando se trata de narrar o describir alguna situación - tomando diversas direcciones que lo apartan del tronco principal, derivando hacia cualquier rama y pretendiendo además, en busca de una explicación completa, recorrer y analizar cabalmente dicha rama, pues de otro modo me asalta el temor de no haber entregado todo el bagaje de información necesario para que quien me escucha una narración verbal, o el lector en este caso, disponga de una visión completa que le permita conocer, sin vacíos de antecedentes, todo el conjunto de las situaciones descritas, con lo que podrá formar su propia impresión sobre los hechos, con alta probabilidad de que ella resulte verdaderamente apegada a la realidad de las situaciones ocurridas.

Pero en fin, el caso es que ya me he dispuesto a escribirla y sin embargo aún no tengo claro cuál debe ser el punto de partida.

¿Por dónde empezar?

Esta es una pregunta que suele plantearse la gente ante una situación difícil, desconocida, con demasiadas variables como para comprender de una sola vez todos sus alcances y relaciones.

En los casos en que dicha pregunta se le formula a otra persona, suele obtenerse como respuesta, sencillamente: por el principio.

Se trata de una respuesta aparentemente simplona, casi obvia, que a priori estimamos no nos brindará realmente ninguna ayuda para resolver la situación.

Sin embargo, cuando dicha situación es de tal naturaleza que podemos saber con seguridad cuál es su comienzo o principio, y existe en ella una cronología objetiva que nos permite continuar en esa forma su concatenación, trama o hilado, realmente ésa es una muy buena forma de aproximarnos a un método que nos permita entender y describir cabalmente la mencionada situación en particular.

Pero si debemos enfrentarnos a determinado problema que se nos presenta revestido de elevadas características de complejidad, envergadura o desconocimiento, y no tenemos certeza acerca de cuál es su punto inicial ni cómo se enlazan con él el resto de las circunstancias, hechos, pensamientos o factores que lo componen; entonces ello no es posible.

Si embargo en ese caso existe la posibilidad de encarar el problema con mayor sencillez mediante su descomposición en subproblemas o elementos de problema tales que, de a uno por uno, no sean realmente complicados ni enormes; ya que si aún lo son, a su vez siempre será posible intentar nuevamente una descomposición, hasta llegar a los elementos básicos que nos permitan tomarlos con tranquilidad y de a uno por vez.

Así también, en caso que en algún momento nos veamos envueltos en una situación dramática, terrible, que compromete hasta la raíz misma de nuestra vida, - o al menos así los sentimos en ese momento -, que nos asusta hasta el punto de creer que seremos incapaces de encararla de manera alguna, confundiéndonos más aún el hecho que tampoco podemos vislumbrar la forma en que sería razonable enfrentarla aún si fuéramos capaces, y cuando ya nos parece que estamos frente a un desastre para el resto de nuestra existencia y que el mundo está por caernos encima; podemos tomar las cosas con serenidad, para evitar enloquecer, mediante la estrategia de preocuparnos solamente por ahora de lo que debemos hacer o resolver hoy, y despreocuparnos absolutamente del futuro que continúa más allá del presente día.

Sin embargo, para ello debemos estar convencidos, o lograr convencernos, que la urgencia es un concepto aplicable sólo a lo inmediato, a lo del momento actual, ya que lo que debamos hacer mañana será urgente entonces, y por lo tanto deberemos resolverlo en el futuro. No es nuestro problema ahora.

En esta forma podremos llegar a despreocuparnos del mañana o de los próximos meses y años, e incluso del resto de la vida, que es el caso en que si no logramos desentendernos podríamos caer en algún estado depresivo que quizás nos condujera realmente a un desastre, haciendo desaparecer el resto de nuestra existencia a causa de una eventual decisión personal imperdonable.

Las circunstancias en que ocurren los acontecimientos, y los acontecimientos mismos, ¿están ligados a los hechos que han ocurrido en oportunidades anteriores? Una situación que se presenta en la vida de un individuo en particular, ¿tiene su razón de ser en la personalidad, en las experiencias anteriores, en las cosas aprendidas o conocidas bajo cualquier circunstancia por esa persona? ¿Depende también de dichas circunstancias? ¿Cómo puedo yo saber si lo que me ocurre hoy está influido por lo que me pasó ayer, o por lo que pensé anteayer, o por lo que dijeron hace un mes atrás, o por ...? Etc., etc.

O por el contrario, ¿será que realmente no existe relación alguna entre todo ello y lo que me ocurre hoy sólo depende del azar o el destino?

Por cierto la respuesta no puede ser absolutamente categórica: sin duda la verdad de cómo o por qué suceden las cosas depende en particular de cuál sea cada una de esas cosas o situaciones, y por supuesto también de muchísimos otros factores que no es posible clasificar ni enumerar con absoluta certeza. Por otra parte no se puede, al menos con mi capacidad de retención, recordar todos los hechos de todos los días de quizás cuántos años que pudieron haber influido para que finalmente me fuese ocurriendo lo que en realidad me ha pasado, y por lo tanto no dispongo de todos los elementos de juicio necesarios para decidir cuáles de ellos son significativos y en consecuencia quizás permitirían explicar algunas de las causas de lo acontecido.

Debido a que me encuentro ante un cúmulo de estas y otras interrogantes y aún no tengo claro por dónde comenzar, trataré de ser consecuente con lo dicho y de paso me simplificaré la tarea con la siguiente posición: seré cabalmente honesto en la narración, diré todo lo que crea que pudiera ser en alguna forma una causa, un motivo hipotético o simplemente algo relacionado con determinada forma de pensar que haya podido influir en lo que finalmente han sido las situaciones que constituyen el motivo de la historia, cosa que no estoy seguro de lograr, pero haré el intento.

En resumen, relataré diversos aspectos de mi vida, ocurridos en distintas etapas de su desarrollo y cronológicamente quizás muy dispersos. Pero tienen algo en común: todos ellos en cierta forma tienen la posibilidad de haber actuado como formadores de una personalidad extraña o especial, aspecto que en definitiva sí me parece que ha tenido mucho que ver con lo que finalmente me ha ocurrido.

La historia no es espectacular. Pero creo que es interesante si se considera que toda ella, o algunas de las situaciones que contiene, pueden o podrían perfectamente ocurrirle a cualquier persona, y por lo tanto las reflexiones o pensamientos surgidos en cada instante son aplicables, o por lo menos podrían resultar de algún interés, para quien los analice y compare con los propios.

jueves, diciembre 07, 2006

II. DESPERTANDO

Estaba despertando...

Tenía la sensación de un gran peso en la conciencia: no lo sabía con certeza, pero me parecía que debía haberme portado muy mal. Me atormentaba un dolor de cabeza enorme, brutal; pero la sensación de culpa me aconsejaba no quejarme. (Quizás por la idea intuitiva que las culpas se pagan, yo debía ser capaz de resistir el pago de las mías en silencio).

También me sentía adormilado, como ocurre algunas veces cuando uno despierta a medias, luego duerme otra vez, sueña algo y vuelve a despertar, sin embargo no del todo, sucediéndose alternativamente períodos de estar dormido, en que se entremezclan ensoñaciones, imágenes o sueños, y quizás pensamientos confusos, con momentos de estar semidespierto, (... y esa sensación de culpa junto al terrible malestar). ¡Qué dolor de cabeza! (y náuseas).

No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que comencé a despertar. La continua alternación de momentos de soñar, ver o imaginar, me mantenía confuso y atontado.

No podía distinguir qué era cierto o real y qué era sueño o imaginación, por lo que asignaba el mismo valor a todo ello. Para mí eran simplemente hechos.

¡Qué farra me debo haber pegado anoche! Creía recordar bacanales en escenarios muy diversos: exóticos unos, fantasmales y tétricos otros.

Pero ahora estaba en la playa. Iba manejando mi enorme Station Wagon Chevrolet. A mi lado, en el asiento delantero, estaba un amigo muy querido, que creo se llamaba Jaime. Atrás, en la segunda corrida de asientos, viajaba mi pequeña hija, en brazos de... ¿otro amigo?

No.

Ella estaba parada entre mis piernas y era yo el que viajaba en el asiento trasero. Jaime manejaba. Pero el asiento trasero era una butaca grande, y no la corrida de asientos de mi Station...

Entonces el vehículo era la furgón Ford (la panadera), que mi papá nos prestaba en algunas ocasiones a mí y a mis hermanos.

Mientras yo manejaba la Station, en ese camino bordeado por enormes árboles de gruesos troncos, pensando en que algo no encajaba en mi realidad de ese momento, de pronto me percaté que el lugar al que debíamos llegar ya estaba allí.


Muy cerca, casi encima de nosotros, al costado izquierdo del camino, se veía el gran portón por el que debíamos entrar.

Frené bruscamente y comencé el viraje hacia la izquierda, intentando entrar en el portón. Pero la ruta tenía doble vía, con un bandejón central... ¿de arena?

Al virar después de la frenada, o quizás simultáneamente, y subir al bandejón central, algo golpeó fuertemente debajo del vehículo, que con un bandazo se detuvo.

Comencé a levantarme de la butaca trasera, tomando a la pequeña con mi brazo derecho, para asir con la mano izquierda la maleta que estaba al lado de la butaca, en el piso de la panadera.

Repentinamente, otro brusco sacudón del vehículo me impulsó hacia atrás. Quise evitar una caída especialmente para proteger a la niña, afirmando una rodilla en el asiento y abrazándola fuertemente con el brazo derecho. Simultáneamente, apreté la mano izquierda para no soltar la maleta, que con su peso y gran inercia, me dobló y torció el dedo pulgar de mi mano izquierda...

Ahora, además del terrible dolor de cabeza, me dolía el dedo.

Otro día, despertando también, vi a unas mujeres en la habitación, no sé si una o dos, con delantales y carritos o bandejas. Entró un señor, se acercó a mi cama y mientras se sentaba en ella me dijo con voz autoritaria: ¿cómo está don Fernando?

Por supuesto que tenía que contestar: "¡bien!", y así lo hice.

Pero ¿quién será este patudo que se sienta en mi cama?

Parece como un profesor que me quiere interrogar, (su voz autoritaria así me lo hacía creer).

Pensé asustado que yo no sabía nada de las materias de las que seguramente me preguntaría, que estaba atontado y ni siquiera me había preparado para una interrogación. ¿Podría contestar bien si inventaba las respuestas? Para ello debería decir cosas razonables, y sabiendo que mi mentalidad suele ser de ese tipo, decidí intentarlo en esa forma.

- ¿Dónde estamos, don Fernando?

- En el Hotel, claro.

- (Movimiento de cabeza), ¿y dónde está el Hotel?

- En la Serena. (Tenía grandes dudas entre Viña y la Serena, pero dije lo último con tono seguro).

- (Nuevo movimiento de cabeza), ¿y quiénes son estas damas? (Señalando a las mujeres con delantal)

- Las camareras, por supuesto.

Entonces se paró y se fue. Yo volví a mis pensamientos somnolientos.

De pronto un corto chasquido: ¡CHISSS! sonó en mi oído izquierdo. ¿O el derecho?

Me puse a buscar entre las sábanas, debajo de la almohada, sobre la colcha y entre las frazadas, intentando descubrir qué era. Pero no encontré nada.

Nuevamente: ¡CHISSS!

Quizás qué diablo será, pero el sonido parece como un chispazo, como si saltara una chispa de corriente eléctrica. Debe producirse muy cerca de mi oído, casi al lado de la oreja, ya que lo escucho con toda nitidez.

Como no logro descubrir qué es y me duele la cabeza, me olvido de ello, pensando, durmiendo o imaginando.

¡Aprendí cómo se alivia el dolor de cabeza!

Si aprieto fuertemente con los dedos el hueso que se siente inmediatamente detrás de las orejas, parece que el dolor disminuye. Y si siento mucho dolor detrás de los ojos, debo apretar el hueco que se forma en el hueso frontal, en las cejas, casi al centro de cada una de ellas. Pero debo hacerlo en las dos al mismo tiempo.

Hay mucho erotismo en el ambiente. En la oscuridad viene una de las mujeres y me restriega unos paños húmedos por todo el cuerpo. (Yo estoy desnudo bajo las sábanas).

¡Qué desvergüenza! Ellas aprovechan que todo el mundo duerme y nadie está mirando. (Me haré el dormido y veré qué hace, estaré relajado, entregado). Me duele la cabeza.

Aclaró. Ya es de día. Veo que está en mi cama el mismo profesor que vino la otra vez.

- ¿Cómo está, don Fernando?

- Bien.

- ¿Dónde estamos?

- En el Hotel.

- ¿Dónde está el Hotel?

- En La Serena.

- ¿Quiénes son esas Damas?

- Las camareras.

Se va el profesor.

¡CHISSS! ... Busco y no encuentro el origen del chispazo.
¡CHISSS! ... Vuelvo a buscar, sin resultado.

Me pongo recostado de espaldas con las manos entrelazadas en la nuca.

¡CHISSS! Los dedos que tengo en la nuca tocan algo duro en mi cabeza. Está atrás, cerca de la coronilla.

Pero ¿qué es lo que me toqué?

Busco de nuevo y lo vuelvo a tocar. Parece un grano de arroz. Tal vez alguien dejó caer arroz en mi cama y uno de los granos se enredó en mi pelo.

Intento sacarlo, pero está pegado en el pelo.

¡CHISSS!: el sonido otra vez.

Me debo sacar el grano del pelo, quiero hacerlo. Para lograrlo tiro con fuerza. Me duele.

Pienso entonces que está demasiado pegado. ¿Cómo se pegó tanto?

Casi ni lo puedo creer, ¿tan firme se agarra, que ni haciendo bastante fuerza se desprende? Claro que duele, pues me tiro mucho el pelo.

Nuevamente es de noche. La mujer sentada en mi cama, limpiándome o acariciándome con el paño húmedo. (Hace calor y se siente muy agradable). Me recorre el cuerpo y creo que me violará.

No sé qué hizo, o qué imaginé que hizo, pero tuve un orgasmo.


Ahora estoy soñando, ¿o es realidad?: estoy en una fiesta, con mi amigo de correrías adolescentes. No me extraña, pues hemos estado juntos en muchas fiestas de este tipo, casi todos los días sábado, desde que estoy en la Universidad. Sin embargo esta fiesta es algo diferente, hay distintas habitaciones y todas forman parte de la fiesta. Son oscuras y extrañas, no conozco a nadie. Pero hay jóvenes, varones y damas, ocupados cada cual en una actividad distinta. Algunos conversan seriamente. Una mujer está sentada en el suelo comiendo algo. Otra lee junto a una lámpara. Veo una puerta que seguramente conduce ¿al baño? No, porque acaba de entrar por ella un grupo de unas cuatro personas, hombres y mujeres.

Sé que afuera de la casa hay peligro. No tengo claro si es por terremoto, maremoto o diluvio, pero no hay que salir de la casa. Tengo que avisarle a mi amigo.

¿Dónde se metió?

No lo veo, pero lo buscaré.

Camino recorriendo la casa. Tengo que pasar por encima de camas, cojines y sillones que están dispersos por todas partes, pero no ubico a nadie conocido ni tampoco a mi amigo: ¡tengo que avisarle!

Es difícil caminar con tanto desorden y tanta gente. Abro puertas y al azar recorro distintas habitaciones. Me duele la cabeza, tengo náuseas y quiero vomitar. No encuentro a mi amigo... además tengo mucho miedo. No sé cuál es el baño: lo necesito.

Una puerta que abro comunica al exterior de la casa. Sé que hay peligro, pero no obstante salgo afuera. Hay un fuerte viento y algo de lluvia, vomito.

Siento nuevamente el grano en el pelo.

Decido definitivamente que me lo sacaré. Lo tomo con fuerza entre el pulgar y el índice y tiro con energía. Me duele bastante pero ya tomé una decisión y continúo, tengo que sacarlo. Duele más todavía pero sigo... ¡Fuerza!: ¡ya!... ¡lo logré!

Entonces lo examino visualmente (al grano recién sacado). No es un grano de arroz, aunque se parece en tamaño y forma. Está hecho de algo así como cartílago, o entre hueso y cuero, pues es semi traslúcido y tiene mis pelos pegados. ¡Con razón me dolía!

Trato de entender qué cosa es. ¿Qué hay que se pegue tanto al pelo? Intento recordar algo que me ayude a descifrar el enigma.

¡CHISSS! escucho, sin saber con qué oído.

De pronto deduzco que se trata de un piojo. Grande, diferente a como en verdad son, mas todo concuerda... es un piojo al fin. Aunque distinto a los demás, es un piojo.

¡CHISSS!... ¿Qué tiene que ver ese ruido? Es como una chispa eléctrica cerca de mis oídos. ¿Tendré más piojos? Tanteo con cuidado mi cabeza y, claro, hay otros.

¡Ya sé: los piojos tiran chispas eléctricas!

¿Por qué han de lanzar chispas los piojos?, me pregunto.

Si algo lanza chispazos eléctricos es porque está cargado de electricidad, me respondo.

Entonces, estos piojos están cargados eléctricamente. Pero... si viven en mi cabeza, quiere decir que yo también estoy cargado (?)
Por supuesto; al haber contacto físico, especialmente tan estrecho, tiene que compartirse la carga.

Recordando alguna enseñanza del Liceo, parece que existe algo así como una forma de complementación vital, creo que se llama simbiosis, en que dos seres vivos se acoplan de distintas formas, pero de suerte tal que el intercambio favorece a ambos.

Me pregunto entonces en qué forma le soy útil yo al piojo. Me queda claro que él se alimenta de mí, entonces, lógicamente, le soy útil. Pero... ¿para qué me sirve a mí el piojo?

Pienso, y no lo sé.

Pienso de nuevo..., y tampoco.

¡Pero claro!, descubro de pronto, si él se descarga mediante chispazos eléctricos, entonces también me descarga a mí. Él me sirve para mantener mi equilibrio eléctrico. Por lo tanto no debo sacármelos. ¡Menos mal que sólo me saqué uno y todavía hay más en mi cabeza!

Como entre brumas estoy despertando; no sé si dormí o sólo fue una pestañeada, pero recuerdo asustado lo de mi equilibrio eléctrico. Afanosamente quiero tantear, para asegurarme que aún tengo a mis colaboradores. Además quiero saber cuántos hay.

Pero lo que toco no es pelo, sino género. ¿Será la sábana? Intento nuevamente y no. Tengo vendas de género en la cabeza. No entiendo.

Entra de nuevo el profesor.

- ¿Cómo está, don Fernando?

- Bien.

- ¿Dónde estamos?

- En el Hotel.

- ¿Dónde está el Hotel?

- En La Serena.

Esta vez no pregunta más, sino que se levanta y dice: venga conmigo.

Me levanto de la cama. Me dan una bata que me ayudan a poner y me llevan hacia fuera de la habitación.

Me cuesta caminar, pierdo el equilibrio y pienso que aún me duran los efectos de la gran farra.

El profe me ayuda tomándome del brazo, y me lleva por un pasillo hasta frente a una puerta, donde nos quedamos detenidos, mirándola.

De pronto la puerta se abre y entramos. Se trata de un recinto pequeño, estrecho. La puerta se cierra un momento y se abre otra vez. Salimos, yo del brazo con el profe.

Caminamos hasta otra habitación. El profe me conduce hasta donde está la ventana. Hay mucha luz, que por momentos me enceguece. Me molesta el fuerte brillo, pero luego de un instante comienzo a acostumbrarme.

Me indica con la mano un cerro cercano que se ve por la ventana, y pregunta: ¿qué cerro es ése?

Yo miro el cerro y me parece como todos los cerros. Tiene árboles; hay algo así como un derrumbe en uno de sus costados, y en la cima hay una estatua que yo he visto antes: es una virgen, grande, blanca, muy familiar.

- ¿Qué cerro es ése?, pregunta de nuevo, autoritario, el profe.

- El San Cristóbal, por supuesto. (Qué tontos son los profesores a veces), ¿no ve que tiene la virgen arriba?

- Entonces, ¿dónde estamos?

- En Santiago, por supuesto (qué ganso: cómo no sabe que el cerro San Cristóbal está en Santiago).

- Y..., ¿no estábamos en La Serena?

- ¡Mierda...!. (¡Me pillaron! Inventé mal y me pillaron. ¡Qué mala suerte!, la embarré). Quedé helado. ¿Qué me van a hacer ahora? No sé qué hacer, me callo mejor.

- Venga conmigo.


Voy con gran sentimiento de miedo, estoy asustado, creo que me castigarán.

Después de encerrarnos un momento en la pieza chica, me lleva de regreso a la cama.

Siento una voz conocida, muy conocida, que dice "Naan"..., con un tono melodioso, muy familiar, suave, tierno, casi musical.

Esto me hace despertar un poco, pero nunca tanto. Sin embargo la familiaridad de la voz, ese conocimiento tan cercano y el tono melódico tantas veces escuchado y querido (y añorado por tiempos eternos, desde antes que la creación nos pusiera en este mundo). Así lo siento, aunque ni siquiera trato de entenderlo. Cuánto cariño quise tener, creo que siempre, y cuánto me hace falta sentirlo. En esa melodía suave y en ese tono de voz, maravillosamente, ahora se está materializando.

Y me nace: "mm m m-m". También en un tono especial, con melodía familiar, un murmullo conocido, internalizado, que no sé de dónde brota, aunque creo que del alma. Abro los ojos y veo a mi esposa, sus ojos con lágrimas y la cara risueña, con esa sonrisa que me gusta tanto, tanto, pues sé que indica alegría, pero de verdad, que le brota de los ojos, aunque ahora estén con lágrimas, y que pocas veces veo.

Sé que al escuchar mi murmullo entendió que reconocí su voz y que además pude recordar, con la melodía adecuada, la forma familiar de respuesta cariñosa que -¡tantas veces!- empleamos como jugando.

- ¿Cómo estás?

- Regio, me tratan bien. Lo paso entretenido (ni mencionar el dolor de cabeza).

Me toma la mano y luego la suelta para buscar algo en su cartera. Saca una fotografía y me la muestra.

- ¿Quién es?, pregunta con un tono curioso, que parece casi triunfal.

- La Sandrita, nuestra hija, pues amorcito.

Me muestra otra foto.

- ¿Y ésa?

- La Marce pues corazón (la otra hija).

Busca de nuevo y me presenta otra.

- ¿Y éste? (Cara conocida: algún sobrino seguramente, pues es pequeñito. ¿Qué digo?). Bueno,… la verdad es que me acuerdo de un sólo sobrino varón.

- Miguel, digo con tono de seguridad.

Entonces se pone a llorar.

No entiendo y me siento culpable. Transcurre un rato, no sé cuánto tiempo, en que yo otra vez me mantengo con los ojos cerrados, quizá adormecido; y después escucho "Naan"..., con tono musical. Abro los ojos y pregunta:

- ¿Cuántos autos tienes?

(Sé que tengo la Station Wagon Chevrolet y un auto chico).

- Dos mi amor.

- No, tienes uno.

- Pero la Station y el auto chico, corazón, son dos.

- No. Tienes uno no más.

- Pero linda, si tengo dos, acuérdese bien. (No se me ocurre que ella puede acordarse bien sin que yo se lo diga).

- No. Tienes sólo el auto chico.

- ¿...? ¿Por qué? ¿Vendiste la Station?

- No, tú la rompiste.

- ¿¿ Yo?? ¿Cómo?

- Con el accidente.

- ¿Cuál accidente?

- El que tuviste hace unos dos meses atrás, desde que estás aquí, en el hospital.

- ¿Cuánto tiempo?

- Estuviste dos semanas inconsciente en la UTI del Instituto de Neurocirugía, y llevas un mes y medio acá, en el Hospital Salvador. Tenemos cuatro hijos, me faltó traer una foto de la menor, Rosita.

¡¡Caramba!!, y yo que creía que todo esto extraño me comenzó a pasar anoche...

miércoles, diciembre 06, 2006

II. DESPERTANDO (…Continuación)

II. DESPERTANDO (…Continuación)

Está en la habitación mi mamá y mi hermano mayor, Esteban. Conversamos muy poco, pues yo no estoy en condiciones de mantener diálogos extensos o profundos. Sin embargo les relato lo que ocurre con mis piojos eléctricos. También le pido a mi hermano un cigarrillo, pues siento deseos de fumar.

Esteban me responde que no tiene cigarrillos, pues se le han terminado, pero como él está fumando me permite pitear un poco de su cigarrillo.

Recostado en la cama, de espaldas y con la cabeza apoyada en la almohada, escuché el ruido de un avión. Levanté la cabeza hacia atrás para mirar por la ventana que está ubicada detrás de la cabecera. Pude ver entonces un avión que pasaba girando lentamente, hasta desaparecer de mi campo visual. Pero un momento después reapareció, lo que se repitió varias veces.

Dije en ese momento que yo podía dirigir los movimientos del avión; y como pusieran cara de incredulidad, expliqué que detrás de la cama, semi-empotrado en la muralla, estaba el equipo de control remoto para los aviones.

Esteban examinó detrás de la cama, y mostró a mamá lo que yo llamaba equipo de control.

Era un enchufe eléctrico no bien asegurado al muro, que en consecuencia podía fácilmente sacarse y quedar colgando de los alambres, que se internaban en el hueco de la muralla.

Mamá se asustó y dijo que no era un control, sino un enchufe eléctrico. Luego me preguntó preocupada:

- ¿Es verdad que lo usas para dirigir los aviones?

- Claro, respondí. Yo los manejo muy bien: me siento en la cama cuando escucho un avión, tomo el control remoto y miro por la ventana. Luego, cuando aparece el avión, lo comienzo a dirigir. ¡Funciona bien!

- No hijo. No debes tomarlo nunca, te puedes electrocutar. Por favor no lo hagas nunca más.

- ¡Pero si funciona!

- No. Es tu imaginación. Recuerda que estás enfermo y esto es un hospital, no hay aquí nada relacionado con aviones.

Creo que me convenció, pues no volví a dirigir aviones.
(¡Lástima!, con lo que me gustaba hacerlo).

En el momento en que se despedían para volver a sus casas, le pedí a Esteban que la próxima vez me trajera cigarrillos.

Con voz grave me dijo que yo tenía estricta prohibición de fumar, de modo que no lo haría, y que además yo debía estar lo más quieto posible en la cama, de modo siguiera esas indicaciones y no intentara incorporarme.

Me duele la cabeza. Viene mi esposa y parece preocupada. Dice que me tendrá que trasladar a una clínica privada. Que el doctor ha conseguido lugar en una que no queda cerca, de modo que me tendrán que llevar en ambulancia.

Viajamos en la ambulancia. Ella me afirma contra la camilla, pues los movimientos del vehículo me hacen perder el equilibrio y varias veces estoy a punto de caer. Las frenadas y los virajes aumentan mi dolor de cabeza.

Llegamos a la clínica y me llevan a la habitación en que deberé permanecer. Hay varias camas y unos hombres en pijamas, de pie, conversando.

Los enfermeros de que venían conmigo en la ambulancia me sacan de la camilla, me trasladan a una cama y se van.


Mi esposa me dice algunas palabras de recomendación y despedida, pues tiene que irse a trabajar.

Una vez solo, observo a los hombres en pijamas que siguen conversando y se ríen. Hay uno de ellos que está fumando. Me levanto, me acerco a él y le digo:

- Hola amigo. Voy a estar aquí no sé cuánto tiempo. ¿Me convida un cigarrillo?

- Toma, dice, y me ofrece de su cajetilla.

Saco uno y me lo enciende.

¡Qué agradable es estar acompañado!

Observo que las camas están mal dispuestas y lo comento en voz alta. Uno de ellos propone un cambio de ubicación. Entonces me levanto y digo:

- ¡Vamos!, yo la tomo de acá y tú levantas de allá.

Con algún esfuerzo logramos trasladar la cama a otro espacio. A continuación movemos ligeramente la cama para dejarla bien centrada en el lugar escogido, hasta que nos parece que así ya está mejor.

Me acuesto y me duele más la cabeza. Duermo.

Aquí está mi esposa. Tiene cara de pena y me dice que me llevará a otra clínica, ya que en ésta nadie controla lo que hacen los pacientes. Llegan unos enfermeros y me trasladan a una camilla, en la que me suben a una ambulancia.

Durante el viaje, con mi esposa sentada a mi lado, ella comenta amargamente lo costoso que resulta cada scanner, y que ya me han debido efectuar tres. Que no sabe cuánto costará la clínica. Que afortunadamente en el hospital parece que se compadecieron, porque pidió anticipadamente la cuenta, argumentando que necesitaba saber el valor a pagar con el objeto de decidir si podría o no matricular a los niños en el colegio. Con ello le cobraron menos del valor real de las atenciones recibidas por mí, pero me aseguró que lo hizo sin esa intención. Comentó además que ha debido pagar traslados en ambulancia varias veces, y que también son caras.

Dice también que tiene dudas, que no sabe qué me podrá suceder en la clínica que era mi casa...

No entiendo. (Me siento extraordinariamente complicado cada vez que no logro entender las cosas).

Ella explica que la casa donde yo vivía antes de casarnos, es ahora una clínica psiquiátrica, y que es allá donde me llevan. Quiere saber qué me parece a mí, si yo estimo que será perjudicial o favorable para mi recuperación.

No logro imaginar en qué me podría perjudicar, por lo que respondo que sin duda estaré sumamente cómodo en mi casa. Que por supuesto me sentiré muy a gusto.

Los movimientos del vehículo me producen náuseas, hasta que vomito.

La ambulancia ingresa por el portón de vehículos de mi casa y bajan la camilla conmigo encima. Ya en el interior del recinto de mi casa, una vez que desciendo de la camilla, estando de pie en el patio lateral, veo una mujer asomada por una de las ventanas del segundo piso, quien estira un brazo pidiendo que le alcancen mi maleta.

Imagino que estamos regresando de una de las tantas excursiones de pesca, caza o simple acercamiento a la naturaleza que solíamos hacer con papá desde que yo y mis hermanos éramos pequeñitos, o desde siempre, según me parece, y hasta poco tiempo antes de mi matrimonio; y que quien se asoma en el segundo piso es la empleada de la casa.

Pienso que es preferible que suba yo a recibir la maleta (sin duda soy más fuerte que la mujer), de modo que así lo hago. Asomado por la ventana de la pieza de mi abuelita, estiro el brazo hacia abajo y recibo la maleta que me alcanzan desde el jardín de la entrada de autos que corre por el patio lateral.

Con fuerza la subo, levantándola por sobre la barandilla de la ventana, y la entro a la habitación. Pero la maleta choca con los vidrios de la ventana y uno de ellos se rompe. No me importa. Me acuesto y me quedo dormido.

Es de mañana, quiero ducharme. Recuerdo que el baño más cercano a la pieza de mi abuelita
-donde pasé la noche- está contiguo al dormitorio de papá, y que la entrada a ese baño sólo es posible desde el interior de ese dormitorio (el de papá). Salgo de la cama con la intención de dirigirme allí, pero descubro que en la habitación en que estoy también han construido un baño pequeño, que no existía antes.

Entonces ingreso a él y procedo a ducharme. Luego me visto y salgo al pasillo. Un hombre con delantal blanco me dice que el desayuno es abajo, en el comedor.

- Gracias, ya lo sé, respondo un poco divertido, (pues yo sé bien dónde se come en mi casa).

Me dirijo hacia la escala, pero pierdo el equilibrio y debo afirmarme en el muro del pasillo para no caer. Continúo caminando con una mano puesta permanentemente en la muralla para afirmarme en ella, hasta llegar al hall que hay frente a la escala. Al comenzar a bajarla me afirmo fuertemente del pasamanos.

¡Cuidado!, me digo, pues recuerdo que justo en el recodo de la escala hay un gran ventanal, con vidrios esmerilados, donde el pasamanos se interrumpe. Debo tener cuidado de no caerme contra los vidrios, ya que además de romperlos caería al patio de luz, cuyo piso de baldosas se encuentra a nivel del subterráneo. Entonces me podría matar con la caída.

Logro bajar sin caerme y me dirijo hacia el comedor, divertiéndome con las explicaciones de por dónde debo ir que me da solícitamente una enfermera. (Yo sé dónde queda el comedor).

Tomo mi desayuno y regreso, subiendo nuevamente por la escala. Al momento de dirigirme hacia la puerta del dormitorio de mi abuelita, un señor me detiene y me señala la puerta de la pieza de Esteban, diciendo: ésa es su pieza.

- ¿La de Esteban?, digo asombrado. No, está equivocado, si yo dormí en el dormitorio de mi abuelita.

- (??). No señor: Esa de allá es la suya.

- ¡No hombre!. Yo dormí en la pieza de acá, la de mi abuelita. (¡Cómo va a conocer mi casa mejor que yo!).

- ¡Váyase a ésa!, dice con tono enojado, lo que a mí me produce rabia, no exenta de impulsos de violencia física.

Pero pienso que con dificultades estoy de pie, pues pierdo el equilibrio. Entonces no me conviene trenzarme a puñetazos con él, que por lo demás se ve casi de igual tamaño que yo, pero muy bien plantado sobre sus piernas.

Decido entonces demostrar, sin pasar a los hechos, que el equivocado es él, y me dirijo hacia la pieza de Esteban.

Abro la puerta, imaginando que habrá otra persona en el interior de la habitación y así quedará demostrado el error. Pero ¡sorpresa!, no hay nadie. Además aquí está mi ropa y mis otras pertenencias. ¿Cómo me equivoqué tanto?.

Entro y me tiendo en la cama, pensando.

¿Por qué me cambiaron de pieza? No entiendo...

Quizás llegó otro paciente y le asignaron la pieza de mi abuelita. Entonces, mientras yo desayunaba, trasladaron mi ropa y demás cosas. Este pensamiento me conforma y me duermo.

Despierto temprano. Aún está oscuro. Es de noche todavía. Sin embargo me levanto y voy al baño que según mis recuerdos está a la vuelta del pasillo, ya que la pieza de Esteban no tiene. Pero la mampara que hay en esa vuelta del pasillo está cerrada: tiene un pasador que antes no existía. Retiro el pasador, ya que no está con llave, y continúo hacia el baño. Llego e ingreso a él, me ducho y bajo al living.

Todavía no hay nadie sirviendo el desayuno en el comedor. A decir verdad, parece que ninguna persona aún se ha despertado, ya que no me topo con nadie en el living, el comedor ni los pasillos. Observo que en el lugar en que estaba el piano, en un rincón del living, han construido con tabiques una pieza pequeña, que parece utilizan como una oficina de administración.

Siento deseos de fumar y no tengo cigarrillos. Busco ceniceros, hasta que encuentro uno en que hay dos colillas, una de ellas bastante larga. La enciendo y fumo, con lo que siento un adormecimiento muy agradable. Pienso entonces que debo conseguir que me traigan cigarrillos cuando me vengan a visitar. Llamaré por teléfono más tarde.

Cuando aparece el personal de la clínica pido mi desayuno, y luego que me avisan que está listo, acudo al comedor y lo tomo. A continuación me dirijo al dormitorio, haciendo lo posible por no caerme en la escalera, especialmente contra el ventanal.

Al llegar a la pieza de Esteban, me dicen que allí no, que me corresponde esa otra, la de mi hermano Daniel. Protesto, pues sé que dormí en la pieza de Esteban y no en la de Daniel. Pero acepto, pensando que ahora sí podré demostrar el error.

Sin embargo nuevamente me llevo la sorpresa, pues allí están todas mis cosas y mi ropa. ¡Ahora sí que no entiendo nada!

¿Qué será lo que sucede? Si efectivamente otra vez han trasladado mis cosas de una a otra habitación, debo encontrar una forma de saberlo. Tengo que estar seguro. Necesito entender.

Me duermo. Pero en algún tiempo más, cuya duración no puedo estimar, me despiertan para ponerme la inyección de siempre, esa que me clavan todos los días en la nalga. (O en la otra, día por medio). Espero que termine el proceso y luego bajo al comedor para almorzar.

Durante el almuerzo converso con un señor que parece estar solo un poco loco, pues dice que yo soy muy inteligente.

Eso porque le ha quedado muy clara la opinión que yo le di cuando manifestó su inquietud por conocer el motivo que induce a sus familiares a llevarlo periódicamente a la clínica, por unos dos meses cada vez. Yo le dije que seguramente sus familiares saben que trabaja mucho, y para no hacer que se sienta mimado en exceso, lo envían para obligarlo a descansar, con el pretexto de alguna enfermedad.

Vuelvo a mi habitación pensando que de verdad soy muy inteligente. Que por ahora no puedo, pero que después lo demostraré. Y me duermo.

Otra vez es muy temprano. Me ducharé y bajaré a buscar más colillas, pero antes pondré mis cosas de modo que si se las llevan a otra pieza no las puedan disponer igual. Con eso los sorprenderé y podré demostrar que me cambian de habitación.

Pongo entonces un calzoncillo un poco metido en el bolsillo de una camisa, y sobre él coloco la manga izquierda. Además paso el cordón del zapato que está debajo de la cama -el zapato derecho- por el ojal del puño de la manga derecha de la misma camisa, que está encima de la cama con esa manga colgando hasta el suelo.

Luego salgo, voy al baño y me ducho, bajo, fumo colillas, desayuno y vuelvo a subir.

Otra vez me dicen que no la pieza de Daniel, sino nuevamente la de mi abuelita...

Sonrío interiormente, sabiendo que ahora sí que los pillo. Los dejaré en evidencia, quedará absolutamente claro que yo no estoy equivocado ni loco, que sé perfectamente dónde dormí en cada una de las noches, y que son ellos los que producen todos estos extraños cambios. Con esa demostración deberán explicarme los motivos que han tenido para hacerlos, con lo que finalmente entenderé la situación y podré quedar tranquilo.

Voy allá y encuentro el cordón pasado por el ojal de la manga derecha, el calzoncillo tapado con la manga izquierda y semi metido en el bolsillo, y todo lo demás exactamente igual a como lo dispuse antes de salir de la habitación.

¡¡ (??) !!...

No sé cómo lo hacen.

Si trasladan las cosas de habitación no podrían dejarlas tan exactamente igual a como estaban colocadas en la otra...

... ¡Salvo que movieran la pieza completa!, sin tener siquiera que tocar lo que hay dentro de ella.

Pero eso es imposible, a menos que las piezas estuviesen montadas sobre rieles y existiera un mecanismo provisto de cables, ganchos metálicos y poleas que permitiera tal movimiento.

Pero... ¿Cómo afirmarían los ganchos en las murallas lisas de las habitaciones, que además son duras, pues son de hormigón armado?. Además, ¿para qué tendrían que hacer eso?

No puedo dejar de pensarlo, necesito entender.

En una clínica siempre hay gente enferma. ¡Posiblemente algunos tipos de enfermedades requieren para su mejor tratamiento que los pacientes permanezcan con luz de sol en sus habitaciones durante todo el día!, o vista a la cordillera, o qué sé yo. Puede haber un sinnúmero de motivos médicos, que desconozco, para justificar la necesidad de desplazar las habitaciones.

Entonces esas razones explicarían para qué hacer movimientos de habitaciones. Pero sin embargo aún no quedo conforme, ya que sigo sin entender cómo lo harían.
¿Cómo engancharían los cables en las murallas lisas y duras?

Después del desayuno me dicen que debo ir al patio, porque hay una sesión de terapia en que haremos ejercicios de gimnasia.

Voy, y junto a varios otros pacientes nos hacen levantar los brazos, respirar profundo, etc... Me aburro, pues yo puedo hacer ejercicios mucho más violentos y provechosos. (Recuerdo que hacía gimnasia con pesas, y que podía hacer, entre muchos otros ejercicios, tres series de ocho levantamientos cada una, en la banca horizontal, subiendo la barra con sesenta y cinco kilos de peso desde mi pecho hasta estirar completamente los brazos).

El ejercicio siguiente consiste en levantar una pierna, extendiendo simultáneamente hacia los lados ambos brazos.

Pienso que es fome, pero lo hago. Si embargo pierdo el equilibrio y estoy a punto de caer al suelo. Intento nuevamente y ocurre lo mismo. Insisto... y debo convencerme finalmente que no puedo hacerlo.

Después nos pasan unas tablas de unos 25 por 40 centímetros. Una a cada uno de los pacientes. También una bolsita con tachuelas y un martillo chiquito, además de un dibujo o esquema que señala cómo clavar las tachuelas en la tabla, distribuyéndolas en forma ordenada.

Pienso que es sencillo, pues como soy ingeniero tengo facilidad para interpretar planos, y no me será difícil clavarlas en la forma que indica el dibujo.

Me demoro bastante más de lo que pensaba, pues pierdo mucho tiempo intentando descubrir cuál es la escala, o factor de conversión, que debo emplear para transformar las magnitudes del dibujo al tamaño de la tabla. Además no tengo con qué medir (ni tampoco escalímetro).

Pero al fin lo hago, medianamente bien.

Luego salimos al patio y descubro que en el fondo hay una mesa de ping-pong. También observo que encima de la mesa hay paletas y una pelota. Propongo entonces a un colega que juguemos, lo que acepta gustoso.

Comenzamos a pelotear, y nuestros torpes movimientos hacen caer la pelota muchas veces al suelo. Al agacharme a recogerla me duele más la cabeza. En un momento la pelota se va detrás del edificio, más allá de donde estaba la pieza de guardar que existía en mi casa, donde a veces dormían las perras, la Mancha y la Tea.

Voy a recogerla, y antes de agacharme descubro que el muro del fondo está obviamente picado, como con cincel, dejando a la vista la enfierradura de un pilar, a unos setenta centímetros del suelo.

Miro con atención hacia el otro extremo del muro, donde sin duda habrá otro pilar de la construcción de hormigón armado, y descubro lo mismo: el pilar excavado, dejando a la vista los fierros.
De modo que la habitación a la que pertenece este muro tiene ambos pilares de su extremo poniente excavados y con la enfierradura a la vista, en ambos a una altura de unos setenta centímetros.

¡Ahí afirman los ganchos metálicos!, me digo.

Seguramente todas las habitaciones del edificio tienen las mismas excavaciones. ¡Ahora está claro! Se confirma mi hipótesis. Efectivamente en la clínica tienen un sistema de rieles, cables, ganchos y poleas mediante el que hacen traslados de habitaciones de acuerdo a las necesidades de los pacientes.

Quiero hablar con alguien de confianza para dar a conocer mi descubrimiento. Llamaré por teléfono a mi casa. (Pero recuerdo que escuché casualmente, en un momento en que estaban transmitiendo noticias en la radio, que se había efectuado un cambio en la numeración telefónica de gran parte de las Centrales de la Ciudad de Santiago, y que los nuevos números se obtenían anteponiendo un dos a la numeración anterior de cada teléfono).

¿Cuál era el número de mi casa?, intento recordar algún número telefónico. ¿Será el 39xxxxxx? No, porque el de mi casa no comienza con 39, sino con 24. Entonces ése que recordé seguramente corresponde al de mi oficina.

Hago lo posible por recordar alguno que comience con 24, y no lo consigo. De pronto pienso que, si escribo los números, a lo mejor me resulta más fácil recordar... conseguiré papel y lápiz.

Subo a mi habitación y entro en la que dicen que me corresponde, sin discutir nada. Busco en mi maleta y encuentro un pedazo de papel, pero no tengo allí ningún lápiz. Voy afuera, y a la primera enfermera que veo le pido uno prestado. Me mira con cara de risa, pero me presta un lápiz.

Escribo el primer número que me viene a la mente, lo analizo y me doy cuenta que comienza con 37. Por lo tanto corresponde al mismo sector de mi casa, es decir, al de la clínica (mi ex-casa), ya que la numeración de cada teléfono comienza, de acuerdo a lo que yo entiendo, por los dos dígitos que representan a cada sector específico de la ciudad.

Pero ¿por qué me acuerdo de ese número?
Dejé de vivir en esta casa hará cuestión de unos doce o trece años atrás, y mi familia la dejó poco tiempo después, por lo que no he vuelto a efectuar llamadas a él desde hace unos diez años como mínimo. Entonces no es probable que me acuerde de memoria del número, especialmente yo, que nunca he sido una persona de buena memoria. Pero si comienza con 37 debe corresponder a la misma central, y en consecuencia pertenece seguramente al mismo sector o barrio de la cuidad. ¿Qué hay en el barrio que yo conozca su teléfono y lo haya estado utilizando en forma relativamente reciente?

Repentinamente lo descubro: corresponde al club de tenis, que efectivamente se encuentra ubicado en el mismo sector de la cuidad. De modo que necesito recordar otro número, pues éste no me sirve para mis propósitos, yo necesito el de mi casa.

Pienso, invento números, los analizo y rápidamente los descarto, comienzo a angustiarme, no recuerdo ninguno que comience con 24, que son las dos cifras iniciales que, estoy seguro, corresponden al sector donde está ubicada mi casa.

Si estoy solo, encerrado en una clínica psiquiátrica. Si además no tengo ninguna forma de comunicarme con mis familiares, ¿qué haré? ¿Quedaré para siempre abandonado y solo? ¿Qué será de mis hijos? ¿Mi esposa me cambiará por otro marido? ¿Qué hago para evitar todo aquello?

En la próxima sesión de terapia nos dieron nuevamente las tablas con tachuelas, además de un pincel y un tarro de pintura negra.

Pinté la tabla completamente: quedó color negro parejito.

Duermo, Despierto. Pienso. Me ponen la inyección. Duermo. Despierto. Pienso. Recuerdo un número que comienza con 24.

Mentalmente le agrego un dos adelante. Lo repito, para no olvidarlo. Repito, repito. Ya no tengo lápiz. Repito nuevamente, pues debo memorizarlo. Todas la veces que sea necesario lo seguiré repasando y repitiendo.

Pienso que si ahora lo estoy repitiendo es por que ahora lo sé. ¿Por qué entonces no llamo de inmediato?

Voy rápido a la secretaría que he visto en el pasillo del segundo piso, donde se encuentra la habitación que por el momento estoy utilizando, pero no tan rápido, pues debo evitar caerme ya que pierdo el equilibrio. Pido que me faciliten el teléfono, repitiendo mentalmente el número.

Me responden que están usando el teléfono, de modo que debo esperar un momento, ¡qué angustia!

Repaso, repitiendo constantemente las cifras. No debo dejar de hacerlo, pues corro el riesgo de olvidarlas. Repito, repito.

- Ya señor, aquí está. Y me pasan el teléfono.

Repaso una vez más. Marco los dígitos con sumo cuidado, lentamente, no debo equivocarme... El teléfono comienza a dar tono de llamada... ¿Será ése el número correcto? Dios quiera que sea así.

- ¿Aló?... (Voz conocida). Es la Sandrita.

- ¡Hija!, hola, soy tu papá.

- ¡¡¡Papito!!!... ¿Cómo estás?

- Bien hija, muy bien, pero ¿cómo estás tú?

- Bien papito.

- ¿Y tus hermanos?

- Todos están bien, pero queremos que te vengas a la casa.

- ¿Empezaron las clases en el colegio?

- Sí papito.

- ¿Tienes tus cosas?

- ¿Cuáles cosas?

- Uniforme, zapatos, cuadernos, todo lo que necesitas.

- Sí papito, la mamá me compró.

- ¿Y a tu hermana?

- También papá, pero vente a la casa, te queremos aquí.

- Iré cuando me dejen salir, pero dile a tu mamá que cuando venga me traiga cigarrillos.

- Sí papito.

- Gracias amor, chao.

- Chao papito.

En la siguiente sesión de terapia nos dieron lana de diversos colores, junto con la tabla llena de tachuelas que habíamos hecho y pintado en las oportunidades anteriores. Teníamos que pasar la lana desde unas tachuelas a otras, siguiendo las indicaciones del dibujo y usando diferentes colores de lana, que también señalaba el esquema.

Cuando terminé vi que lo hecho era la figura de un gallo, muy bien estilizado, muy hermoso. Sentí orgullo. ¿Ven que no estoy tan tonto?

Me llamaron por teléfono. Era mi señora, que me contó que esa misma tarde vendría a verme con las dos hijas mayores. No podía traer a los más pequeños porque en la clínica no se permitía el ingreso de niños chicos, pero ella había conseguido que le autorizaran a venir con las dos mayores, pese a que aún eran niñas de corta edad.

Esperé con ansias el momento en que vinieran, pero cuando llegaron ya me había dormido. Mi señora me despertó suavecito para no asustarme, y ahí estaban mis hijas.

Me parecieron tan grandes, aunque tenían ocho y nueve años, porque yo las recordaba como de cuatro y cinco. (Quizás por qué motivo se me fijó en la mente el aspecto que tenían a esa edad).

Pero estaban lindas. Nos abrazamos y besamos emocionadamente. Luego conversamos de varios temas. Ellas estaban muy bien impresionadas al ver mi estado actual. Hasta que les conté que todo en la clínica funcionaba muy bien, que me daban mis remedios y comidas. Que podía dormir bien, pero que lo único malo consistía en los permanentes cambios de ubicación de las habitaciones, que efectuaban con un sistema de roldanas y rieles.

Se miraron asustadas, y luego estuvieron menos comunicativas hasta que llegó la hora de marcharse con su mamá.

El médico dijo a mi esposa que me darían de alta próximamente, pero que luego seguiría con licencia, sin asistir al trabajo, debiendo permanecer en reposo en mi casa.

Yo quise saber por cuánto tiempo más debería estar en esa situación, ya que me parecía importante volver al trabajo. El médico comentó que eso no se podía determinar por el momento: que en los mejores casos, los que evolucionaban más favorablemente, se lograba una recuperación completa al cabo de unos seis meses. Que para los casos más frecuentes, y por lo tanto lo más probable, era un plazo de algo más de un año, y que en las situaciones más severas la recuperación podía demorar unos dos años, e incluso un poco más.

Indicó los remedios que debería seguir tomando en mi casa, con los horarios y dosis respectivas. En un momento descubrieron que yo tenía olor a cigarrillo, por lo que se me preguntó si yo fumaba. Dije que sí, pues sentía una sensación agradable con ello. El Médico señaló que fumar era un mal hábito. Mi esposa criticó mi vicio tonto. El Médico asintió con un gesto a esa crítica.

Me sentí atacado. Sentí que esa manera de estar de acuerdo los dos en mi contra era una especie de confabulación. Pensé que si realmente era malo, por qué no me decían francamente que debía dejar totalmente el hábito de fumar. Entonces manifesté que si así lo deseaban, yo no volvería a hacerlo, pero que debían decírmelo francamente: ¡Ud. no debe fumar!

Ante eso el médico indicó que hasta cinco cigarrillos diarios era una cantidad aceptable, pero en ningún caso más. Mi esposa asintió. Todo ello me pareció una especie de autorización para fumar, pero limitada a cinco cigarrillos al día. Pensé que me sería más fácil dejar del todo y definitivamente el hábito que intentar fumar solamente cinco al día. Pero no quería discutir, preferí guardar silencio.

Vino Esteban en su automóvil a buscarme, venía con mi señora. Subieron mis pertenencias al vehículo y yo me ubiqué en el asiento delantero junto a mi hermano, quien manejaba. Mi señora se sentó atrás.

¡Qué sensación de libertad! Volvía a mi casa después de tanto tiempo. Por el camino hacia ella me pareció que Santiago estaba tan distinto. Era como estar en una cuidad desconocida, pero mi hermano, con cariño, me explicaba pacientemente cada cosa que me resultaba extraña.

Cada vez que el automóvil debía detenerse, ante una luz roja o por cualquier otro motivo, yo sentía que el cerebro se me iba hacia delante y se saldría por los ojos. Le pedí a Esteban que frenara de a poco, suavemente, explicando mi sensación de dolor. Así lo hizo en adelante, pero a pesar de ello siempre seguí sintiendo, aunque en menor medida, la misma desagradable y dolorosa molestia.

Llegamos a mi casa. Salí al patio trasero y allí estaban los dos chiquititos. El varoncito, mi compadre, el mismo que no reconocí en la foto que me mostró mi señora en el hospital El Salvador, había cumplido cuatro años. La hija menor estaba por cumplir los tres.

Nos abrazamos. Estaban muy contentos, aunque asustados. Mi compadre todavía no hablaba bien. Siempre fue muy tímido y regalón, de modo que demoró bastante más de lo normal en aprender a hablar correctamente. La menor siempre me tuvo miedo, pues creo que fui muy estricto con ella desde siempre. Pero ahora parecía que ese temor había aumentado.

martes, diciembre 05, 2006

II. DESPERTANDO (…Segunda continuación)

II. DESPERTANDO (…Segunda continuación)

Estuve sentado en el living de mi casa o en las sillas del patio, aunque la mayor parte del tiempo recostado sobre mi cama, durante un mes aproximadamente. No me interesaba mirar la TV.

No podía leer. Quería que pasara rápido el tiempo, pues recordaba lo que dijo el médico y estaba seguro, ya que sin duda mi caso sería de los más favorables, que a los seis meses estaría bien.

Me imaginaba amaneciendo el día que se cumpliera ese plazo. Tendría, como por encanto, todas mis facultades perfectas. ¡Qué maravilla!

Pregunté a mi esposa si existiría algún somnífero que me pudiera hacer dormir hasta ese día, pues prefería no tener que esperar conciente, sino durmiendo, y así me resultaría más fácil la espera. Ella cambió de tema y me habló de otras cosas.

En las mañanas ella salía de la casa para acudir a sus labores.

Nunca salía muy temprano -siempre tuvo dificultades para estimar adecuadamente la velocidad con que transcurre el tiempo- porque, según me dijo muchas veces, no podía dormir bien por las noches. (Yo pensaba que el problema consistía en que se demoraba más de la cuenta en arreglarse para salir).

Yo quedaba en cama. Tomaba desayuno y dormía. Miraba el techo, las murallas y todo lo que había en nuestra habitación. Repetidamente observaba todo, hasta que creo llegué a conocer en detalle cada mancha del techo o las paredes. Esperaba que ella volviera...
Dormía, tomaba mis remedios, pensaba, miraba el techo, pensaba, dormía. Miraba la hora, me levantaba, me sentaba en el living, miraba las murallas, esperaba. Almorzaba, me acostaba y mirando el techo me dormía. Despertaba, miraba la hora. Pensaba: ella dijo que a las seis estaría de regreso.

Cuando llegara me hablaría tiernamente, me preguntaría qué estuve pensando y cómo me sentí en el día, durante su ausencia. Yo le contaría mis inquietudes y conversaríamos en detalle todo el porvenir. Planificaríamos toda nuestra vida y las de nuestros hijos, con lo que yo imaginaba sería suficiente para que efectivamente, en verdad, esas vidas fueran felices.

Miraba la hora. Eran por ejemplo las cinco y media. Sacaba la cuenta: en treinta minutos más llegará. Observaba cómo cambian los segundos en el reloj de pulsera digital.

Pasado un tiempo volvía a mirar el reloj. Faltan veinte minutos: equivalen a 20 x 60 = 1200 segundos; faltan 1199, 1198, 1197...

¡Tanto tiempo aún!, paciencia…

Cinco minutos, (300 segundos); 299, 298, 297...

Debo tener más paciencia aún...

...3; 2; 1; ¡Ya!, ahora debe estar llegando.

Me levantaba rápidamente y me encaminaba hacia la puerta de calle. La abría, esperando encontrarla allí, (o por lo menos viniendo desde la esquina). No estaba ni venía.

¡Qué angustia! Yo necesito que esté aquí ahora, en este momento. No ha llegado...

Volvía a la cama y pensaba ¿qué le habrá pasado?, ella dijo que a las seis estaría aquí. Son las seis y cinco minutos. Parece ser que no se preocupa de mí. Quizás no le queda claro cuánto necesito su compañía, estar y conversar con ella. Puede ser que no sepa la angustia que me produce estar solo. ¿Habrá tenido un accidente?

Finalmente llegaba... Desde la cama yo la escuchaba entrar y saludar a los niños, esperando que viniera a verme y me preguntase cómo me sentía y qué estuve pensando durante el día. Mientras tanto me acariciaría con ternura, suavemente.

Pero también la escuchaba conversar con la empleada, quejándose de lo mal que le había resultado el día y de lo mucho que le costó tomar la micro.

Después de un momento escuchaba el sonido de la televisión, pensando que ya vendría. Pero seguía oyendo esos sonidos provenientes del aparato ubicado en el living por durante otra media hora u otros 45 minutos. Algunas veces hasta por más de una hora.

Creo que comencé a odiar la tele...

¿Cómo le interesa más que yo, que estoy enfermo?

Entonces, con angustia, la llamaba:

- ¡Amor, ven, te necesito!

Ella se asomaba por la puerta del dormitorio, y desde la puerta me decía:

- ¿Qué quieres?, con tono de molestia.

Sentía pena, dolor, rabia, impotencia, angustia.

- Ven por favor, necesito conversar contigo.

Entonces se sentaba a los pies de la cama y comenzaba a explicar que se le habían pasado dos micros, porque en la esquina en que esperaba al vehículo de transporte colectivo había muchos escolares vestidos de uniforme; que había vendido muy poco en la tienda; de qué color era el género que había comprado y cómo era el estampado que tenía; que una señora le había pedido talla 44, pero que ella le había entregado un vestido 46 para probarse y de todos modos le había roto el cierre porque a lo menos le cabía uno de talla 50, era gorda, enorme, y ...

- Amor, yo necesito que hablemos del futuro, de los niños, de mi estado mental...

- Sí, pero espérame un poquito, ya vengo.

Me quedaba nuevamente solo, meditando, sufriendo.

Pensaba: ¿qué cosa tan mala habré hecho yo en mi vida?, ¿por qué Dios me castiga tanto?

Más tarde me dormía, pues imaginaba que ya no vendría para conversar. Sin embargo, las veces en que estaba despierto cuando ella venía a acostarse, yo comenzaba a decir, intentando hacerlo calmadamente, un pequeño discurso, uno de los que ella llamaba mis sermones, pues quería dejar en claro cuál debe ser el comportamiento de cada miembro de una familia si se desea que exista unión y armonía familiar.

Durante el día algunas veces intentaba leer. Sentía en esas ocasiones que no entendía la página que acababa de leer, de modo que la leía nuevamente, con el mismo resultado. Me preguntaba qué sería lo que pasaba, cuál sería el motivo de no entender. Entonces comprobaba cuidadosamente si efectivamente comprendía el significado de las palabras, y ciertamente cada una de ellas era comprensible para mí. Entonces, ¿por qué?

Me cansaba de leer una y otra vez la misma página sin que me quedara claro el sentido de la historia. Temía entonces que efectivamente me hubiese quedado tonto. ¿Será para siempre? ¿No podré volver a trabajar? ¿Quién ganará el sustento para mi familia?

Angustia. Pensamientos negros, terribles.

No sirvo para nada. ¡Dios no me quiere!

Sé que me comporté mal muchas veces, pero sinceramente no recuerdo haberlo hecho nunca para dañar a alguien. Siempre, por el contrario, estuve especialmente alerta para evitar que mis conductas pudiesen significar daño, de ningún tipo, a ningún ser humano.

Claro que nunca me acerqué a Dios. Yo no fui especialmente religioso... ni siquiera religioso a decir verdad. Pero tuve mis sacramentos y no fui malo. Nunca fui malo, nunca tuve malas intenciones.

Pese a todo, en esa época mi comportamiento exterior, desde el punto de vista de los demás, era bastante normal. Creo que todos, o la mayor parte de mis problemas, nacían del hecho de estar solamente pensando, y pensando exclusivamente en mi condición de salud, durante todos los momentos en que estaba despierto, sin desarrollar jamás otra actividad.

Pensaba, imaginaba, intentaba conocer el futuro, saber qué pasaría con mis seres queridos; y entonces surgía la incertidumbre, con lo que venía la angustia y el desaliento.

Uno de mis pensamientos más recurrentes estaba relacionado con la duración del período de mi convalecencia. Tenía la convicción de la necesidad de esperar seis meses para la recuperación total.

Entonces buscaba una forma de comprender la real magnitud de ese período, para tener claro hasta qué punto debía ser paciente y perseverante en la espera.

Por ello, buscando una forma de visualización que me permitiera asemejar la situación a algo fácil de comprender en términos vivenciales, saqué la siguiente cuenta: según lo que recordaba de mis enseñanzas escolares, un diez-millonésimo de cuadrante de meridiano terrestre es lo que se definió como patrón de medida de longitud para el sistema métrico decimal; es decir, eso es un metro.

Entonces el cuadrante completo mide precisamente diez millones de metros, o lo que es igual, diez mil kilómetros. Esto significa que la longitud completa de un meridiano terrestre es cuatro veces esa magnitud, o sea, cuarenta mil kilómetros.

Por otra parte, si una persona debe viajar a pie, sin otro medio de transporte, puede recorrer, caminando sin prisa exagerada, unos seis kilómetros en una hora. Por lo tanto, andando unas dieciséis horas diarias, recorrerá alrededor de 96, es decir, cerca de 100 kilómetros por día.

Debido a que en seis meses hay alrededor de unos 180 días, en seis meses se puede avanzar, sin apuro excesivo, unos 18.000 Kilómetros, es decir, 18/40 partes de la circunferencia terrestre, esto es, un 45% de su longitud total.

De acuerdo a esos pequeños cálculos, la espera podía dimensionarse en términos vivenciales como el esfuerzo, o mejor dicho la paciencia, de caminar -dejando a un lado las dificultades anexas tales como el cansancio, las penurias alimenticias y climáticas, las posibles picaduras de insectos, etc.- desde la Cuidad de Santiago hasta el extremo Norte de Alaska.

Me planteaba entonces desde este punto de vista la situación: si estando en Santiago de Chile uno ansía llegar a Alaska, tiene urgencia emocional por hacerlo ¡ahora!, y no tiene otra forma de llegar allá que sus propios pies, debe decidirse a caminar. (La situación no tiene otro remedio posible).

Entonces debo seguir caminando, sin apuro, pacientemente, ya llegaré.

Las pocas oportunidades en que conversaba con alguien, sin embargo, ya fuese telefónicamente o con quienes me visitaban, mi comportamiento era bastante normal, lo que les hacía comentar lo bien que me encontraban.

Un día vino Esteban, estando yo acostado en mi cama. Conversamos, y luego de algún tiempo él comentó a mi esposa lo bien que me encontraba. Ella respondió que sí, en general, pero que todavía me quedaban algunas locuras.

Yo me sentí atacado. ¿Cuáles locuras? Así lo manifesté.

- La de los piojos, por ejemplo, dijo ella.

Entonces indiqué que ésa no era ninguna locura, que era absolutamente real, y que por lo demás era fácilmente demostrable.

Mi hermano se mostró interesado, de modo que procedí de inmediato a tantear mi cabeza, hasta tocar uno.

Dije entonces, triunfante:

- Esteban, ven, pásame tus dedos. Toca aquí y dime qué es esto, para que veas que no es locura.

Esteban vino, puso sus dedos sobre mi cabeza y yo los dirigí hasta el lugar que me interesaba. Dije entonces:

- ¿Ves?, ¿qué crees que es eso?

- Acerca tu cabeza a la lámpara, me replicó. Déjame examinarte.

- Puse la cabeza donde él indicó. Me observó y luego de un momento señaló:

- Son los puntos que tienes en la herida.

- ¿Cuál herida?

- La que te hiciste en la cabeza con el accidente.

- (¿ ... ?).

Nunca nadie me dijo que en el accidente me había hecho alguna herida en ninguna parte, ni menos que me habían puesto puntos quirúrgicos para cerrarla.

Recordé que en el hospital me arranqué a tirones uno de esos puntos, con el objeto de mirarlo y entender qué era; que salió ensangrentado y pegado a mis pelos, con mucho dolor, y que no era igual a la imagen de los piojos que yo tenía... pero que entonces había supuesto que era un extraño piojo que succionaba mi sangre para alimentarse, y que perfectamente podía tratarse de una variedad desconocida para mí. (Después me extrañó encontrarme con la cabeza envuelta en vendas de género).

¡Ahora sí entendía!

Nunca más volví a mencionar, salvo como anécdota, la historia de mis piojos.

Estaba en el patio de mi casa, mirando cuidadosamente todo lo que me rodeaba y deseando observar algo que llamara mi atención para distraerme con ello, en la esperanza de conseguir, si así ocurría, desligarme de la constante y desesperante percepción de la lentitud con que realmente transcurre el tiempo cuando se está especialmente atento a ello. Pensaba que si podía desprenderme de esa nítida percepción, lograría que el devenir de los minutos me fuese indiferente, y así el tiempo pasaría más rápido.

Durante este recorrido visual me fijé en los cables que yo mismo había instalado quizás diez años atrás, cuando compré una pieza prefabricada de madera para instalar un dormitorio de servicio.

Esos cables, que eran necesarios para proporcionar energía eléctrica a la habitación, salían de una esquina de la casa principal y estaban tendidos, sin ningún soporte intermedio, hasta la pieza de madera ubicada a unos cinco metros de distancia.

Mirando los cables recordé cómo los había instalado: subiéndome al entretecho y conectándolos a otros conductores eléctricos que allí encontré, perforando enseguida las tablas que conforman el alero y pasando por allí los cables, que luego enrollé con un par de vueltas a unos aisladores de cerámica que había atornillado debajo del alero, y desde allí directamente hasta otro par de aisladores empotrados por mí en la pieza de madera.

Pensé que después de tanto tiempo seguramente ya estaría quemado, partido o dañado el recubrimiento protector de los cables, pues habían estado esos diez años expuestos directamente a la lluvia y el sol.

Continuando mi raciocinio, supuse que en esas condiciones bastaría algún contacto entre ambos cables, provocado por cualquier movimiento, para que se produjera un cortocircuito. Que si se producía realmente algún cortocircuito y no saltaba el fusible automático, más antiguo aún, se produciría un recalentamiento de los cables que seguramente provocaría un incendio. Que dicho incendio comenzaría en el tendido de los cables a través del entretecho en esa esquina de la casa, que precisamente está ubicada sobre el dormitorio de los dos chiquitines (mis hijitos más pequeños).

Más tarde, al acostarme para pasar la noche, recordé estos pensamientos. Imaginé que el viento bamboleaba los cables y que ellos se tocaban. Que se producía un cortocircuito. Que se recalentaban los cables en toda su extensión, incluyendo la parte de ellos ubicada en el entretecho. Que comenzaba el incendio. Que el fuego estaba en esa esquina de la casa. Que crecía, produciendo un fuerte ruido. Que los niños chicos salían gritando aterrorizados de su dormitorio ubicado en esa esquina y llegaban corriendo hasta mi pieza. Que yo gritaba con fuerza para avisar a las dos niñas mayores, urgiéndolas para que huyeran rápido hacia el patio. Que la magnitud del fuego crecía rápidamente, hasta el punto que ya era imposible salir también hacia el patio con los dos pequeños por la única puerta existente, ya que el fuego abarcaba completamente el pasillo al que comunicaba dicha puerta.

Que entonces pensaba en que yo tenía que sacar a los niños a través de la ventana, pero al instante recordaba que las ventanas de la casa tenían barrotes de fierro contra robos. Que por consiguiente tomaba con mis manos dos de los mencionados barrotes, aplicando toda mi energía en un intento por separarlos, con el objeto de dejar espacio suficiente para liberar a los niños por allí. Que el intenso esfuerzo desarrollado resultaba totalmente inútil, pues ni siquiera conseguía con ello doblar un poquito las barras metálicas. Pero que entonces recordaba que cuando yo era niño sabía que si por algún lugar me era posible introducir la cabeza, sin duda también podría pasar todo el cuerpo.

Probé, para averiguar si mi cabeza cabía entre los barrotes... No cabía.

Angustia, desesperación.

Probé con la cabeza de mi compadre, que sí cabía, sin embargo no logré pasar su cuerpo. Lo intenté, pensando que si conseguía sacarlos al exterior les diría que corrieran hasta la calle. Que yo quedaré atrapado y moriré quemado, pero todos los niños estarán a salvo ya que las dos mayores están en el patio trasero y los pequeños habrán alcanzado la calle. Que mi esposa tampoco está en peligro ya que aún no ha regresado de la tienda, de modo que cuando ella llegue, los cuatro niños se encontrarán con su mamá.

¿Y si no consigo sacarlos por entre los barrotes?

Me di cuenta entonces que no era real, que sólo estaba imaginando la situación. ¡Pero qué real lo sentí!

Aún tembloroso por la pesadilla imaginada, salí al patio trasero para revisar los cables, casi con la certeza de encontrar un cortocircuito comenzando. No ocurría nada de ello y volví a la cama... pero seguí sufriendo mentalmente hasta que llegó mi esposa. Le conté todo apresuradamente antes que pudiera decirme de los vestidos, etc.

Cuando ya había transcurrido unos cinco meses desde la fecha de mi accidente, Pablo, el dueño de la empresa en que yo era Director Técnico y según él su brazo derecho, habló con mi esposa telefónicamente para decirle que ya era conveniente que yo comenzara a concurrir al trabajo, aunque no fuera más que durante una media hora cada día, con el objeto de acostumbrarme nuevamente a la vida laboral.

Comencé a hacerlo, pero del brazo de mi esposa, que me acompañaba hasta la oficina y me pasaba a buscar media hora más tarde.

Llegando a la empresa, ella me acompañaba hasta dejarme sentado en mi escritorio. En el trayecto saludaba a quienes encontraba en los pasillos o en los recintos de secretaría. Muchos de esos compañeros de trabajo entraban después a mi oficina privada para conversar y conocer mi estado de salud, tema que los primeros días ocupaba casi por completo mi media hora de permanencia.

Una vez que mi señora y compañeros de trabajo se retiraban y yo quedaba solo, tomaba café, sentía frío, miraba las murallas. Hurgueteaba los cajones del escritorio, leía algunas frases escritas en algún documento cualquiera que allí encontraba. Conversaba con mis subalternos, especialmente de mi accidente, hasta que ella llegaba a buscarme y nos íbamos a la casa, yo tomado de su brazo para no caerme.

Un día creí necesario retomar el proyecto más importante que tenía entre manos antes del accidente, por lo que pedí que se citara a todo el personal que ahora trabajaba en él para el día siguiente, a una reunión en mi oficina.

Durante la reunión se expusieron las dificultades por las que atravesaba el desarrollo del proyecto en ese momento. Había varios aspectos que requerían tomar decisiones. Yo no logré entender exactamente las situaciones ni los problemas. Menos aún pude imaginar qué decisiones tomar.

Me comencé a sentir mal. Pedí permiso para salir al baño y me retiré de la reunión por un momento. Una vez fuera de la oficina efectué unas diez inspiraciones profundas, esperé unos instantes y luego regresé. Pero estaba mareado y no entendía nada.

Afortunadamente vino mi esposa a buscarme, haciendo señas de saludo a través de los vidrios desde fuera de la oficina. Un colega que la vio salió de la sala y le dijo que me llevara a la casa, pues yo no estaba bien.

Ya en casa pensé que mi vida se había terminado. Que nunca más sería capaz de entender nada, que estaba tonto, que no podría realmente ser útil en ninguna actividad laboral.

Esa noche pensé que si salía en las tinieblas después del toque de queda, que suponía aún existía, conduciendo el auto chico que todavía estaba estacionado en mi casa, y aceleraba sin hacer caso de las señales de alto que me darían, seguramente me ametrallarían y así terminaría mi angustia, sin que los niños supieran nunca que su papá se suicidó.

Se lo dije nerviosamente mi esposa.

Creo que notó mi angustia, se preocupó y llamó por teléfono a mi hermano Carlos, el psiquiatra, quien le manifestó que me llevara lo antes posible a ver al médico que me atendía, pues sin duda estaba desarrollando una depresión, enfermedad responsable de la mayoría de los suicidios que se producen en el mundo.

Fuimos. Mi esposa me llevaba del brazo, pues perdía el equilibrio al caminar. El médico recetó un antidepresivo que comencé a tomar ese mismo día. Descubrí que unos cinco minutos después de tomarlos sentía sueño y me dormía profundamente.

Comencé entonces, diariamente, a esperar con ansias el momento de tomarlos, pues durmiendo no sentía el sufrimiento de estar vivo. No obstante siempre, unos instantes antes de quedarme dormido, sentía la rebelión interna de quien no desea resignarse a esa suerte. Es tonto esperar que la vida se pase rápido para no sentirla, ojalá durmiendo, pues entonces es como haber nacido para esperar la muerte.

¡Tengo que encontrarle sentido a mi vida!, tengo que lograr saber para qué estoy yo en este mundo.

Sentía rabia, pues era como si todo el universo se hubiese confabulado en mi contra. Sentía que, sin decirlo, todos los seres eran mis enemigos aunque yo no hubiese hecho nada en su contra. Entonces pateaba de impotencia sobre la cama.

Durante el tiempo de mi depresión dejé de ir a la empresa, después de haber asistido por una media hora al día por alrededor de un mes.

La depre duró unos tres meses, es decir, hasta unos ocho o nueve meses después del accidente, tiempo durante el que mi alivio consistía en el sueño que me provocaba el remedio, de modo que todos los días estaba a la espera, desde que me despertaba en la mañana, del momento de tomarlo para ir nuevamente a dormir. Sin embargo en mis oraciones pedía al Papá Bueno que me iluminara para descubrir el objeto de estar vivo, para conocer mi misión en este mundo.

lunes, diciembre 04, 2006

II. DESPERTANDO (…Tercera continuación)

II. DESPERTANDO (…Tercera continuación)

Cuando hubo terminado el período de la depre, otra vez por insistencia del dueño de la empresa, que hablaba telefónicamente con mi esposa para decirle que yo debía volver al trabajo para recuperarme más rápido, comencé a asistir nuevamente, pero ahora durante una media hora en las mañanas, de 12:00 a 12:30 horas, y otra media hora en las tardes, de 17:00 a 17:30.

A las 12:30 me dirigía caminando hasta la casa de mamá, que estaba cercana a las oficinas de la empresa, con la incómoda sensación de suponer que todas las personas que se cruzaban en mi camino notaban mi estado y pensaban que yo era un imbécil.

En la casa de mamá almorzaba y luego tocaba la guitarra de Abelardo, mi hermano menor, hasta que volvía nuevamente a la empresa en la tarde para sentarme en mi escritorio, aunque alguna vez conversaba con alguien acerca de cualquier tema intrascendente, tomar café, mirar papeles y luego volver a mi casa, viajando para ello en un colectivo cuyo recorrido pasaba cerca y me dejaba en la esquina. Ya no era necesario que mi esposa me llevara del brazo, porque pese a que aún tenía pérdidas de equilibrio, podía mantenerme de pie si caminaba con cuidado, lentamente.

Una vez allí pasaba el tiempo pensando. En esa forma descubrí que mi dificultad para entender lo que leía no correspondía a un problema de falta de capacidad de entendimiento, sino a incapacidad de retención. Esto hacía que en el momento de leer una línea del texto ya me hubiese olvidado de lo leído en la línea anterior, y por lo tanto no lograba entender el sentido completo de los relatos.

Pensaba entonces que mi principal necesidad sería recuperar mi capacidad de memoria, y para ello debería practicar intentando memorizar algo y ser capaz de repetirlo después. Con esa idea, en las tardes tocaba mi guitarra con la intención de reproducir lo mismo que hice a mediodía en la guitarra de Abelardo en casa de mamá.

Recordé que tenía unos libros con ejercicios simples de música clásica para guitarra, de modo que los busqué y comencé a descifrar y transcribir las notas hacia su lugar en el diapasón, memorizando qué dedo de la mano izquierda debía usar para obtener la nota correspondiente, oprimiendo en cuál traste del diapasón, y qué cuerda debía pulsar, con qué dedo de la mano derecha, para reproducir el sonido.

Conseguía de ese modo aprender unas diez notas en la tarde, hasta que llegaba mi esposa, comíamos y me iba a dormir, pidiendo al Señor capacidad de comprensión para conocer mi rol en la vida.

Ya podía dormir profundamente y sin interrupciones durante unas siete horas cada noche. En cambio ella dormía mal, tenía insomnio. Se lamentaba casi todas las mañanas de haber pasado la noche en blanco. Estaba de peor carácter que nunca. Rezongaba, peleaba a gritos con los niños.

Durante ese período en que mi licencia médica se renovaba mes por mes, pues así las extendía el médico, continuaba recibiendo mi asignación por incapacidad laboral, cuyo monto se calcula en base al sueldo oficialmente establecido, y que por la forma de pago que yo había aceptado a proposición de Pablo, esto es, una parte como sueldo de la empresa y el resto como honorarios profesionales que me pagaba otra sociedad de su propiedad; sólo equivalía a una cantidad entre la cuarta y la quinta parte de mi ingreso habitual antes del accidente.

Naturalmente entregaba a mi esposa el monto completo de esta asignación mensual, pues ella debía administrar los gastos de la familia.

Todos los días, después de la media hora matinal de oficina, llegaba a la casa de mamá y tomaba la guitarra, para repasar las diez notas que había aprendido la tarde anterior en mi casa. Conseguí de este modo, practicando dos veces al día, aprender un ejercicio completo. Y comencé con otro.

Un día cualquiera, cerca de nueve meses después del accidente, estando en la media hora matinal de oficina, Pablo comentó que sería bueno que yo comenzara a desarrollar algún trabajo, para lo que podía usar unos computadores pequeños que había en la empresa. (Eran unos de los primeros computadores personales que se conocieron en nuestro país). Habían diseñado en la Empresa un sistema de remuneraciones completo, aplicable a cualquier organización, cuyos programas computacionales yo podría confeccionar.

Cuando señalé que yo no era programador de computadores, me recordó que el año anterior yo había diseñado y programado un completo modelo de simulación financiera para una gran empresa cliente de nuestra oficina, de modo que sí podía hacerlo.

Pregunté entonces en qué lenguaje se programaban esos nuevos microcomputadores, informándome que en BASIC. Respondí entonces que el modelo anteriormente mencionado lo había hecho en FORTRAN, para un computador grande, y que de BASIC y microcomputadores yo no sabía nada. (Era el año 1982, en que recién se estaba introduciendo en nuestro país la tecnología de microcomputadores, Computadores Personales o PC's, como se comenzaron a denominar después).

Pablo señaló que él me podía facilitar un manual de BASIC, con lo que se podría obviar el problema.

Comencé pues, en las dos medias horas diarias en que permanecía en la oficina, a leer el manual y la documentación en que se especificaba el diseño del sistema a programar. Dicho diseño constaba de unos treinta programas.

Escogí uno que me pareció más sencillo, e intenté comenzar a escribir el programa, dedicando totalmente a ello mis dos medias horas diarias de trabajo. Al cabo de dos semanas, es decir, después de unas diez horas de trabajo, ya estaba funcionando, por lo que abordé otro, que esta vez me llevó unas tres semanas adicionales.

Mientras tanto, mis dos sesiones diarias de práctica en la guitarra me habían permitido ser capaz de interpretar ya unos ocho o nueve ejercicios completos, de memoria, sin ver ninguna anotación escrita.

Por otra parte ya me había sido posible leer una novela completa, tipo best-seller, todo lo que indicaba que estaba mejorando mi capacidad intelectual.

Nuevamente el médico extendió una licencia por otro mes, la que presenté a Pablo para que el Departamento Administrativo hiciera los trámites correspondientes y así poder recibir a fin de mes la asignación de incapacidad laboral a que tenía derecho.

Había comenzado el tercer programa computacional, que era más complejo que los anteriores, y entre pruebas, errores que me costó identificar, correcciones y nuevas pruebas hechas en las dos medias horas diarias de oficina, pasaron otras cuatro o cinco semanas. Estaba entonces a unos once meses del infortunado accidente.

Un día lunes mi esposa dijo que ella iría a mi oficina a conversar con Pablo, pues él la había llamado telefónicamente por algo muy importante que le diría personalmente a las 13:30 hrs. Yo quedé muy intrigado. ¿Por qué no me lo dice a mí, cuando nos encontremos sin duda hoy en el trabajo? ¿Por qué tiene que decirle nada a mi esposa, que no tiene ninguna relación oficial con la empresa?

No quise pensar más el asunto, pues inconscientemente prefería evitar que aumentaran mis preocupaciones. Sin embargo, pedí a mi esposa que me contara en detalle esa tarde, una vez que regresara a casa, todo lo que conversara con Pablo, y que por favor intentara no olvidar ningún aspecto de la conversación.

Fui a la oficina, continué depurando mi programa, almorcé con mamá, practiqué la guitarra, volví a la oficina a continuar mi tarea, me fui a la casa, practiqué la guitarra y llegó mi señora.

Quiso de inmediato, cosa extraña, conversar conmigo. Temblorosa me contó que Pablo le había dicho que yo estaba mentalmente incapacitado; y que esa incapacidad era de tal magnitud que justificaba una jubilación por invalidez mental, de modo que como esposa y representante legal, ella debía firmar los documentos que él puso sobre su escritorio, y llevarlos enseguida a la AFP para hablar con el señor N. N., que la estaría esperando para recibir esos documentos firmados por ella.

Con ello yo obtendría una pensión vitalicia, que según los cálculos de Pablo sería del orden de la quinta parte de mi anterior ingreso mensual, con lo cual él pensaba podríamos vivir sin demasiadas aflicciones. Dijo además que yo era un buen jugador de tenis, de modo que podría dedicarme en el futuro a hacer clases de ese deporte y así llenaría mi vida.

Explicó que para tener derecho a esa pensión de invalidez se requería haber perdido un setenta y cinco por ciento de capacidad. Que yo, el año anterior, había hecho un programa complejo en dos semanas. (Se refería al modelo de simulación financiera al que ya hice referencia más atrás). Y que ahora llevaba ocho semanas sin terminar un trabajo que tenía la mitad de esa dificultad. Por lo tanto, si mi anterior capacidad semanal de trabajo era igual a la unidad, lo que podría hacerse equivalente a dos dividido por dos -doble dificultad dividido por dos semanas-, la actual era sin duda mucho peor, ya que llevaba ocho semanas para hacer la tercera parte de un trabajo de simple dificultad.

Entonces mi capacidad actual se podía calcular como un octavo multiplicado por un tercio -simple dificultad dividida por ocho semanas y multiplicado por la tercera parte del trabajo-, es decir, ahora tenía una veinticuatroava parte de mi capacidad anterior.

En consecuencia la pérdida de mi capacidad, matemáticamente hablando, era equivalente a uno (capacidad anterior) menos un veinticuatroavo (capacidad actual); es decir, había perdido con el accidente las veintitrés veinticuatroavas partes de mi anterior potencial intelectual, o sea, aproximadamente un noventa y seis por ciento de pérdida.

Ella no quiso firmar nada; lloró y dijo que yo no aceptaría nunca trabajar como entrenador de tenis. Que yo era ingeniero y que Pablo no conocía el nivel de orgullo profesional e intelectual que yo tenía. Que eso sería acabar conmigo; y que ella no podía hacerme tanto daño.

Pablo le replicó que todo lo dicho por él ya había sido conversado con el médico, el mismo que me atendía y extendía mis licencias; y que él estaba de acuerdo.

Ella no quiso hacer nada más, de modo que manifestó a Pablo que me comunicara personalmente todo el asunto, ya que ella no intervendría más.

Al día siguiente fui a conversar con Pablo. Le manifesté mi extrañeza por no haber conversado directamente conmigo, pidiéndole que me repitiera lo dicho a mi esposa.

Accedió, diciéndome que efectivamente él notaba una disminución importante de mi capacidad, para lo cual recordó, no sé si acertadamente, toda mi gran capacidad anterior, destacando mis logros y dedicación al trabajo, para compararlos con la situación actual, que obviamente era muy inferior.

Tuve dudas. No sabía si creer que estaba ya acabado y debería jubilar por incapaz, o si aún debía terminar mi recuperación para estar en condiciones de demostrar que era tan capaz como antes (o quizás más, llegué a pensar). Dije entonces que tendría que conversar con el médico para tener una opinión autorizada, de modo que más adelante le daría mi respuesta.

Volví a la casa y pensé toda esa tarde.

¡Qué incertidumbre sentía!... ¿Seré tonto definitivamente?

Me puse pruebas, resolví problemas de matemáticas que yo mismo inventé. Toqué la guitarra y pude comprobar que era capaz de recordar, de memoria y sin ayuda escrita, alrededor de veinte páginas de música. Saqué la cuenta: cada una de esas páginas constaba de alrededor de diez líneas de pentagrama, cada una de las cuales contenía aproximadamente siete compases, y en cada compás había un promedio de estimado de ocho notas. Entonces era capaz de recordar, de memoria y en la secuencia correcta, unas once mil doscientas notas (ocho notas por siete compases, por diez líneas y por veinte páginas).

Esa noche llamé por teléfono a Carlos, mi hermano psiquiatra, y le conté el asunto. Dijo que lo fuera a visitar al día siguiente para conversar la situación.

Fui y conversamos. Dijo que lo mejor para estar seguros sería que me sometiera a una evaluación de capacidad intelectual. Para ello debería consultar a un psiquiatra especialista en esos temas. Que él hablaría con el médico adecuado y me confirmaría el día y la hora de la consulta.

Dos días después Carlos me avisó sobre la fecha y hora en que debía acudir al médico, señalando también su nombre y dirección.

Fui a verlo. Conversamos. Le conté todo lo que me pareció relevante. Me hizo preguntas, tomó notas, habló por teléfono con una señora y finalmente me contó que él se iba de vacaciones, pero que pidiera hora a la psicóloga con la que él acababa de hablar por teléfono. Me indicó su nombre y fono.

También señaló que él volvería en dos semanas, plazo en que ya estaría terminado el trabajo de la psicóloga, y entonces me entregaría el informe final de la evaluación.

Pedí hora y fui a ver a la psicóloga. Conversamos y luego me pidió que pasáramos a una oficina contigua. Allí dijo que me sometería a una serie de pruebas, de las que haría solo una parte ese mismo día, ya que el resto se efectuaría en la próxima sesión, que se llevaría a efecto durante la semana siguiente. Dijo también que los exámenes eran contra reloj, de modo que debía intentar responder las preguntas rápidamente, pero que era preferible tomar más tiempo y no entregar respuestas erróneas por apuro.

Una vez que supo que yo tenía claro el procedimiento, comenzamos la primera prueba, que contesté al parecer en menos tiempo que el estándar y correctamente. Pasamos a la segunda, a la tercera y a la cuarta pruebas. Luego me despidió, no sin antes indicarme el día y hora de la próxima sesión, que anoté cuidadosamente.

A la semana siguiente volví y me sometí al resto del examen. La psicóloga comentó que le parecía, antes de haber revisado las respuestas a las pruebas rendidas, que yo no tenía ninguna posibilidad de obtener tal pensión por invalidez mental, pues para ello debía obtenerse una aprobación de la comisión médica que designara la Superintendencia de AFP, y según su parecer, dicha comisión no la aprobaría jamás, puesto que así, en forma preliminar y aún por confirmar, a ella le parecía que mi capacidad intelectual era incluso un poco superior a la normal.

Volví a visitar al médico anterior cuando él hubo regresado de sus vacaciones. Me comunicó que ya había recibido los antecedentes de la psicometría, de modo que tenía preparado el informe final. Lo firmó, lo puso en un sobre y me lo entregó, deseándome suerte mientras nos despedíamos.

Al salir, con nerviosismo abrí el sobre y leí ansiosamente su contenido. Indicaba un C.I. de 118, ¡equivalente a una inteligencia normal brillante!

Me fui a casa y dormí como lo haría un lirón después de una semana de trasnochadas, culminadas por un día completo de agotador esfuerzo físico y mental.

Posteriormente, al analizar mentalmente el asunto, pensé en lo equivocado o malintencionado del raciocinio anterior de Pablo, ya que si efectivamente sus cálculos eran correctos, y ellos indicaban que mi capacidad actual de 118 era de sólo un cuatro por ciento de la de antes del accidente -ya que según él la pérdida sufrida era de un noventa y seis por ciento-, mi C.I. anterior debió ser de 118 dividido por cuatro y multiplicado por cien.

En síntesis, antes del accidente debí haber tenido un Coeficiente Intelectual de 2.950, ¡superior a todas las inteligencias que existieron en la humanidad a través de todos los tiempos! Me quedó claro entonces que Pablo sólo buscaba un modo de librarse de mí sin tener que incurrir en ningún gasto relacionado con indemnizaciones ni nada por el estilo, y que para ello inventaba cualquier explicación que apareciera como racional... (¡Qué clase de persona era...!).

Al día siguiente llamé a Pablo, para acordar la hora en que podría ir a la empresa a conversar con él. Fijamos esa misma tarde, de modo que después de almorzar me dirigí a ella y conversé con Pablo, mi jefe, el dueño de la empresa.

Preguntó si ya me había decidido a jubilar.

Saqué el sobre del bolsillo y el informe de su interior. Leí en voz alta su contenido y dije a continuación que con ese antecedente me era imposible acceder a sus deseos, ya que además de atentar contra mis principios éticos, una solicitud en tal sentido jamás sería aprobada por una comisión médica, con lo que ella quedaría catalogada como un intento fallido y malicioso de mi parte por obtener una pensión vitalicia a costa del sistema previsional existente en nuestro país.

Señaló entonces que la empresa no tenía trabajo. Que se acababa de terminar un año desastroso, especialmente para la venta de servicios de consultoría en ingeniería. Que no había nuevos proyectos, y que los anteriores habían sido suspendidos por las empresas clientes. Que la recesión del año 1982 afectó fuertemente a la empresa (sólo entonces me enteré de la recesión, de la que no había tenido ningún antecedente), y finalmente, que si yo no jubilaba, él se vería obligado a despedirme.

Con esa explicación me di cuenta que todo el asunto de mi pérdida de capacidad, los llamados a mi esposa y la subsecuente angustia familiar, los cálculos de mi rendimiento mental anterior y su comparación con el vigente, la supuesta conversación de Pablo con el médico y el asentimiento de éste a la necesidad de hacerme jubilar por invalidez mental, etc., eran en definitiva argucias para evitar el pago de una indemnización por término unilateral e injustificado del contrato laboral.

Respondí afirmativamente, señalando que en verdad debía despedirme. Pero que me correspondía una indemnización. Y que además yo estaba bajo licencia médica, de modo que no era procedente ningún despido mientras ella durara.

Pablo manifestó que estaba de acuerdo, pero que la indemnización sólo me podría ser pagada a plazo debido a la mala situación económica de la empresa, aunque naturalmente con los reajustes correspondientes.

Calculé mentalmente y en cifras redondas cuánto me correspondía. (Un mes por cada año trabajado en la empresa, más dos períodos de vacaciones, más un mes por el plazo en que se debe dar aviso de término de contrato, todo multiplicado por mi renta líquida mensual aproximada a la fecha del accidente). Una vez efectuado el rápido cálculo mental, pregunté de qué monto de indemnización estábamos hablando, a lo que respondió con una cifra aproximadamente igual a la tercera parte del monto obtenido según mi propio cálculo.

Ante ello tuve un primer impulso interno de indignación, pero me contuve. Pensé que se avecinaba un nuevo período de matrículas escolares; que quizás cuánto tiempo más tardaría en encontrar un nuevo trabajo -sólo debido a mi situación personal derivada del accidente, pues no tenía presente las dificultades adicionales debidas a la recesión-; que en caso de no aceptar, el asunto se debería resolver en los tribunales de justicia, sin que yo pudiera en ese momento tener claro cuánto podría ello significar en gastos de asesoría legal. Que quién sabe cuánto tiempo transcurriría antes que recibiera ningún dinero. Que los niños necesitarían útiles escolares, ropa, etc. y que además se debía considerar los gastos correspondientes a las necesidades normales propias de la casa. Que más vale un pájaro en la mano...

Dije que sí.

Acordamos que nos reuniríamos al día siguiente del término de mi actual licencia médica, para acudir a la notaría más cercana a firmar el finiquito correspondiente.

En mi casa, unas dos semanas después, repasé mis compromisos y reparé en tenía una cita donde el médico justo el día anterior a la fecha en que acordamos reunirnos con Pablo.

Ese día fui a la consulta médica y el doctor estimó que ya estaba recuperado, pero que necesitaría un tiempo adicional de licencia -otros quince días- para disponer de la oportunidad de dedicarme a la lectura, al repaso de mis actividades anteriores con el objeto de ponerme al día, etc., de modo que extendió la última licencia -así lo recalcó- debida a las consecuencias de mi accidente. Con ella completaría casi exactamente trece meses y quince días de licencia médica.

A la mañana siguiente llamé a Pablo para comunicarle este hecho. Señalé que debido a ello no me sería posible por el momento firmar el finiquito que acordamos, y que por lo tanto no asistiría a la cita convenida. Pero que iría en dieciséis días más -un día Jueves-, correspondiente al primer día en que ya no habría licencia vigente. Insistí en que ya no habría otra, pues así lo había recalcado el médico.

Pablo estuvo de acuerdo, de modo que pasé esos quince días ocupado en las tareas que recomendó el facultativo, e intentando además lograr progresos en la guitarra, hasta que fui capaz de recordar los veintitrés ejercicios del libro de música. (Naturalmente procuraba además conseguir interpretarlos en buena forma).

Durante ese lapso también ocurrió que insistentemente, y obsesivamente según la forma en que hoy puedo analizar los recuerdos de aquella pertinaz interrogante que no me dejaba ningún espacio de tranquilidad, hice esfuerzos mentales deseando encontrar alguna idea que iluminara mi entendimiento y me permitiera descubrir el por qué de mi existencia.

No podía aceptar la idea que los seres humanos nazcan, vivan y mueran sólo por causas bioquímicas, sin que se requiera ninguna otra explicación. No lograba estar de acuerdo con el pensamiento de la innecesidad de razones para justificar la realidad de la vida humana; no sólo en general, sino más allá: la de cada hombre y mujer en particular.

Estaba convencido que cada individuo está puesto en este mundo para desempeñar algún rol en el desarrollo de la humanidad, sea activa o pasivamente, con notoriedad o en silencio, en forma destacada o sencilla y humilde, pero no concebía el paso "sin sentido" por la vida.

En el intenso, agotador y fundamental esfuerzo intelectual realizado esos días, (fundamental para mí en ese entonces, ya que verdaderamente creía necesitarlo para seguir viviendo, tal como necesitamos comer o respirar), no estaba ausente la idea que formé en algún momento de mi infancia o adolescencia, en el sentido que durante mi permanencia en este mundo yo haría algo importante, noble y trascendente, aunque nunca imaginé siquiera en qué cosa, tipo de actividad, trabajo, actuación o pensamiento se concretaría. (Pero tenía la profunda convicción que sería así).

Con este trasfondo mental, y dadas las circunstancias que en ese momento condicionaban mi realidad, sentía frustrada la posibilidad de lograr alguna vez dicha realización.

Entonces ya no sería posible cumplir mi papel, y sentía en consecuencia el fracaso de mi ser. El más absoluto y categórico fracaso que puede tener un ser humano, es decir, el no cumplimiento definitivo de su misión vital. Lo planteaba como algo en blanco y negro, algo que se hace o no se hace: se cumple o no.

Haber recibido el don de la vida exclusivamente con la condición de efectuar determinada tarea... y no llevarla a cabo. Ni siquiera comenzarla.

Irresponsabilidad. Negligencia. Falta de...

Pobres hijos míos. Pobre de mi esposa. Haberles correspondido un papá y marido tan rotundamente inútil, pues no es sólo que haya fallado en alguna actividad o desaprobado alguno de los capítulos que constituyen una existencia, sino que sencillamente no fui capaz de cumplir o aprobar el resumen, el conjunto, la integridad, el examen final, la médula de mi existencia.

El total de mi vida fallido.

No me conformé. Lo sentía tanto por ellos. Tenía que haber alguna forma de lograr al menos, una vez terminado mi período de vida, que me recordasen con cierto orgullo.

Debía lograrlo: sería el mejor papá y marido que pudieron tener.

¡ ¡ ¡ Ahí estaba mi rol ! ! !
¡ ¡ ¡ Para eso nací ! ! !

Las personas adquieren conocimientos mediante diversos mecanismos, uno de los cuales corresponde a la educación, que puede ser en las aulas o recibida desde sus propias familias o relaciones, especialmente de enseñanzas entregadas por los padres. Pero si los conocimientos necesarios no se reciben de ese modo, perfectamente es posible obtenerlos mediante otras formas, por ejemplo el estudio o la investigación personal.

Sin embargo, si en definitiva no se logran a través de ninguna de esas posibles formas, siempre se adquieren por medio de la imitación, aunque sea en forma inconsciente, de los modelos observados durante la vida.

En general nadie le enseña a uno a ser padre, ni tampoco nadie, al menos entre la mayoría de las personas comunes, se dedica a la investigación para aprender a serlo sin ayuda de otras personas. En consecuencia la gran mayoría de la gente aprende a ser padre o madre guiándose exclusivamente por lo que recibe como ejemplo y observa directamente de sus propios progenitores.

En consecuencia, ser el mejor papá y marido significaría que mis hijos así lo aprenderían; lo que por extensión y sucesivamente a su vez sería replicado por ellos en mis nietos, los hijos de ellos y sus hijos y nietos. Se transmitiría por generaciones y se multiplicaría en mis descendientes.

¡Ahora ya pude sentir que lo sabía!. Ya tenía claro el motivo de mi existencia. El Rol estaba claro y sin duda era noble, importante y trascendente.